La “Marcha Indígena por el Territorio y la Dignidad” de 1990 es uno de esos episodios que nos transporta al génesis de las cosas y la realidad. Es como un círculo que se cierra inaugurando otro nuevo. La Marcha que partió desde Trinidad unificó a la gran mayoría de los pueblos indígenas amazónicos bajo una misma consigna; pero a su llegada a La Paz, sin pretenderlo, también reunió en amistad y solidaridad a las culturas de Tierras Bajas y con las Tierras Altas.
En aquel entonces la progresiva pérdida de su territorio, las invasiones, las condiciones de servidumbre, y la deforestación eran la clara evidencia de un mundo en descomposición y carestía. Para el mundo amazónico la falta de recursos impide las prácticas de reciprocidad que son el fundamento de su organización social. En los tiempos antiguos para resolver el problema había que migrar buscando tierras más fértiles. Ese lugar donde nunca falta nada y siempre se vive en paz y abundancia se llama la “Tierra sin Males” o la “Loma Santa”. Los ideales más profundos de aquel mito se encarnaron en los pies de esos caminantes, que ya no tenían donde más ir cuando todo fue alambrado por los “karayanas”.
Para los mojeños la Loma Santa no es sólo un lugar mítico, sino la proyección de una sociedad libre del dominio colonial, en el que al mismo tiempo se puede restaurar un orden social de equidad y bienestar. Durante aquella marcha se buscaba cambios radicales en la relación con los “blancos” y al mismo tiempo la sociedad mojeña buscaba un retorno al punto de equilibrio. En definitiva fue la legítima demanda a usar de su territorialidad como ellos la entienden, y consistente en el manejo del territorio de manera extensa para poder transitar por espacios grandes.
En 1990 cuando no hubo dónde migrar y la fuerza del invasor se convirtió en un agujero negro que lo devoraba todo, decidieron marchar; pero esta vez la peregrinación ya no era para encontrar la “Tierra sin Males”, sino para defenderla. Hace algunos años la antropóloga Gabriela Canedo recogió el siguiente testimonio: “si buscamos la Loma Santa, no hay más Loma Santa, si me voy pal norte me encuentro con un alambrado, al oeste con otro alambrado, ¿dónde está entonces la Loma Santa?, ¿no será la Loma Santa donde estamos asentados?”
La Marcha del 90, organizada por la CIDOB, tuvo tales repercusiones que obligó a los gobiernos de entonces a tomar medidas conciliatorias. Se ratificó el Convenio 169 de la OIT, se aprobó la demarcación y titulación de TCO's y por si fuera poco se modificó la Constitución. No obstante el logro más importante fue conseguir que la gente y la comunidad internacional volteé la mirada hacía ellos.
Hoy nos encontramos delante de un escenario paradójico, al extremo de ser casi patético. Esta vez la marcha no busca defender el territorio de los “karayanas” y sus alambrados, sino de los “Interculturales” y sus cocales. Hoy no es el blanco el que quiere apoderarse de la “Tierra sin Males” y agotarla, sino se trata de quechuas y aymaras que todavía no han entendido como funciona la selva. Se trata de dos modelos y visiones de mundo sensiblemente diferentes. El hombre de los Andes sabe que hay que cuidar a la Pachamama, pero miles de años en el altiplano le han enseñado un modo de relacionarse con la tierra, basado en la intervención sobre el territorio. Es por eso que a los Chimanes, Mojeños y Yuracarés les duele la carretera, les duele la invasión de los llamados “interculturales” y les duele que el presidente Evo no los escuche.
El Mundo, 22 de agosto 2011