Recorrer
los argumentos de las tradiciones de nuestros pueblos originarios es
siempre un asunto complejo. Las interpretaciones que tenemos del
mundo indígena están mediadas por aproximaciones condicionadas a
muchas variables. Existen dos extremos que debemos cuidar. Por un
lado tenemos la postura negadora y ridiculizante. Una suerte de manía
por ver aquel pasado como un tiempo sin historia, cuya humanidad es
una pre-humanidad carente de argumentos que expresen las
posibilidades de una civilización. Generalmente está postura
entiende la colonización europea como un episodio redentor y
fundacional. Antes de 1492 todo cuanto existe pertenece a la era
jurásica y ha quedado enterrado junto a los dinosaurios. Por el otro
lado tenemos aquellos que entran en el juego de las idealizaciones y
miran a las culturas de entonces como el mundo perdido de un paraíso
celestial, donde todo era la síntesis del amor, la solidaridad y la
ternura. Esta visión quiere creer que no hay nada más perfecto que
lo habido antes de la invasión.
Aunque
es claro que ambas posturas no corresponden a la realidad, asimismo
nos adscribimos a ellas y con sus argumentos confrontamos a nuestros
detractores. Lo cierto que es que ninguna de las dos nos ayuda a
comprender el fino tramado del tiempo y sus apuestas históricas.
Todavía hoy somos incapaces de ver que nuestro modo de ser/estar en
la historia es el resultado de la actualización de ese tiempo
más antiguo al que somos pertenecidos. Hemos asumido con demasiada
complicidad la ridícula conclusión de que nosotros somos una
extensión de Occidente. No sólo porque nos pensamos como parte de
una epistemología foránea, sino además creemos que nuestro
verdadero pasado está en el Mar Mediterráneo. Amamos a los griegos
y a sus travesuras sofistas. Todas nuestras universidades nos enseñan
que aquello que estudiamos tiene su origen en la Grecia Clásica.
Nuestras lecturas se inundan de palabras raras cuyas etimologías
tienen inmediata referencia con el griego y el latín. Lo otro, eso
que nos devuelve a la realidad, le llamamos con soberbia folclore.
Felizmente
la tierra no traiciona y es ella misma la que nos burla de nuestras
propias caricaturas. Entonces nos vemos caminando desnudos esta
geografía y descubrimos que todo cuanto pensamos y creemos tiene su
germinación en este suelo. Esto nada tiene que ver con determinismos
ambientales o cosas semejantes, es únicamente la diversidad natural
con la que acontece el género humano. Así, las generalizaciones se
derrumban solas, nuestra propia autoconciencia se devela en su
verdadera frecuencia y nuestro nombre comienza a nombrarnos
realmente. Con la secuencia de estas letras prestadas y este idioma
ajeno podemos afirmar lo mismo que dice el poeta Humberto Ak'abal:
“Yo
no mamé la lengua castellana
cuando llegué al mundo.
Mi lengua nació entre los árboles
y tiene sabor de tierra;
la lengua de mis abuelos es mi casa.
Y si uso esta lengua que no es mía,
lo hago como quién usa una llave nueva
y abre otra puerta y entra a otro mundo,
donde las palabras tienen otra voz
y otro modo de sentir la tierra.
Esta lengua es el recuerdo de un dolor
y la hablo sin temor ni vergüenza,
porque fue comprada
con la sangre de mis ancestros.
En esta nueva legua
te muestro las flores de mi canto,
te traigo el saber de otras tristezas
y el color de otras alegrías.
Esta lengua es sólo una llave más
para cantar el canto viejo de la sangre.”
cuando llegué al mundo.
Mi lengua nació entre los árboles
y tiene sabor de tierra;
la lengua de mis abuelos es mi casa.
Y si uso esta lengua que no es mía,
lo hago como quién usa una llave nueva
y abre otra puerta y entra a otro mundo,
donde las palabras tienen otra voz
y otro modo de sentir la tierra.
Esta lengua es el recuerdo de un dolor
y la hablo sin temor ni vergüenza,
porque fue comprada
con la sangre de mis ancestros.
En esta nueva legua
te muestro las flores de mi canto,
te traigo el saber de otras tristezas
y el color de otras alegrías.
Esta lengua es sólo una llave más
para cantar el canto viejo de la sangre.”