Los
cimientos del cristianismo están en la fe en el Dios de los judíos:
Yahveh, y en las promesas guardadas mediante su Alianza con el
“Pueblo elegido”. Quienes después de la pascua comprendieron el
sentido de la resurrección de Jesús, reconociéndolo como el
Mesías, el Cristo y el Hijo de Dios; no crearon una religión nueva,
ni paralela. Al menos su intención primera nunca fue esa. Las
pequeñas comunidades de cristianos se reunían en lo que ellos
llamaban Ekklesia tou
Theou, que significa
la Asamblea de Dios. Una asamblea no era más que una pequeña célula
de creyentes judíos, congregados en torno a seguidores y testigos
directos de la vida y las enseñanzas de Jesús.
En
tales reuniones se hacía memoria de todo cuanto habían aprendido
del Nazareno. Aquello se releía dentro de las categorías de
compresión judías y se interpretaban a la luz de la Torá. Como
buenos judíos éstos se mantenían fieles la toda estructura mítica
y ritual con al que habían crecido. Iban la sinagoga los sábados,
celebraban las fiestas tradicionales y asistían al Templo de
Jerusalén para cumplir con sus deberes religiosos. El problema era
que ese movimiento carismático de revitalización, hasta cierto
punto reformador, incomodaba a bastante gente y quienes más
amenazados se sentían eran los miembros de la élite sacerdotal.
Paralelamente
en latitudes más distantes de la provincia romana de Iueda, algunos
de los seguidores y creyentes de Jesu-Cristo habían divulgado la
noticia del Resucitado. Esta novedad se esparció por toda la región
costera nororiental del Mar Mediterráneo, alcanzando el epicentro de
la cultura grecolatina. En aquellos rincones también se formaron
pequeñas agrupaciones de creyentes, pero con la sorpresa de que
éstas no estaban constituidas sólo por judíos helenistas. En ellas
también se abrió cabida a quienes consideraban paganos, ya que eran
practicantes devotos de la religión del imperio y de sus cultos
familiares. Como todos sabemos el principal auspiciador de tremendo
fenómeno fue nada menos que el apóstol Pablo.
Todo
esto provocó una fuerte crisis no sólo al interior del judaísmo,
sino también dentro de la Ekklesia. Los judíos más conservadores
veían a los judeocristianos como una secta que amenazaba la unidad
de la fe en Yahveh. Mientras que los cristianos de Jerusalén veían
con bastante preocupación la presencia de paganos en la región de
Antioquía. Surgían interrogantes difíciles de responder, como por
ejemplo: si esos nuevos cristianos tendrían que hacerse antes
judíos; por tanto circuncidarse y cumplir los preceptos de la Ley
mosaica. La tensión en todos lo frentes finamente provocó que esos
delicados hilos se rompieran.
Es
famosa la disputa entre Pedro y Pablo por el tema de los gentiles, un
evento cuyo desenlace se considera el primer concilio de la Ekklesia
cristiana. En este discernimiento trascendental no sólo se suprimió
la dependencia a determinadas tradiciones, sino que además la
comunidad entera tuvo que comprender los alcances de esta experiencia
de la acción comunicativa de Dios en el mundo. Al rededor de la
última década del primer siglo los cristianos son expulsados de las
sinagogas, momento en el cual recién podemos hablar de una
separación definitiva de credos, ritos y tradiciones. Entonces,
reconocer al cristianismo como una religión distinta a la que
profesaba la fe judía. A partir de ahí comenzará a cobrar vital
importancia la epistemología grecolatina en el modo de entender al
Cristo.