Las
revoluciones
son,
tal
como
la
palabra
lo
expresa,
procesos
dinamizadores
de
la
historia.
Estos
pueden
librarnos
de
un
presente
vacío
y
alinearnos
con
los
desafíos
y
sueños
de
nuestros
pueblos.
Otras
veces
pueden
ser
procesos
muy
dolorosos
y
muy
largos
que
terminan
destruyendo
las
esperanzas
de
todas
y
todos.
Existen
también
algunos
que,
a
pesar
de
su
fracaso,
fermentan
de
su
utopía
el
futuro
y
en
el
momento
menos
pensado
despiertan
en
las
manos
y
la
voz
de
nuestros
hijos.
Sin
importar
como
sean
y
sus
resultados,
las
revoluciones
autenticas
y
los
verdaderos
revolucionarios,
luchan
por
la
libertad
y
la
dignidad
de
la
gente.
Sea
cual
sea
el
cambio
que
se
busque,
supondrá
ante
todo
la
transformación
de
las
estructuras
en
beneficio
de
los
más
pobres
y
los
excluidos.
La
recuperación
del
Estado
en
pos
de
una
sociedad
más
justa
y
más
humana.
Lo
que
ha
sucedido
la
semana
pasada
tras
la
muerte
de
Gadafi,
nos
exige
al
mundo
entero
preguntarnos
con
franqueza
¿dónde
extraviamos
el
rastro
de
la
humanidad
que
nos
queda?
Todos
los
medios
de
comunicación
decoran
sus
portadas
con
el
rostro
ensangrentado
del
muerto.
Los
“líderes”
del
mundo
celebran
no
una
victoria,
sino
la
muerte
de
una
persona.
Para
colmo
a
lo
largo
de
estos
días
hemos
tenido
que
soportar
la
incomprensible
y
vergonzosa
putrefacción
del
cadáver
en
un
refrigerador,
mientras
miles
de
personas
van
a
contemplar
el
trofeo.
No
voy
a
decir
ni
polemizar
nada
respecto
a
Gadafi,
ya
está
muerto
y
recemos
para
que
realmente
descase
en
paz.
Pero
sí
es
necesario
cuestionar
el
trasfondo
y
las
realidades
subterráneas
de
la
guerra
civil
en
Libia.
Los
rebeldes
avanzaron
en
su
lucha
tras
las
luces
de
los
bombardeos
de
la
OTAN.
Los
ejércitos
más
poderosos
del
mundo
reventaron
toda
Libia
y
les
dejaron
a
los
rebeldes
un
país
en
escombros,
que
no
fue
muy
difícil
de
conquistar.
Y
¿cómo
es
que
sucedió?
El
consejo
de
seguridad
de
la
ONU,
ese
club
de
grandes
potencias
dueño
de
los
destinos
del
universo,
decidió
velar
por
la
vida
y
la
integridad
de
los
civiles,
que
eran
duramente
reprimidos
por
las
fuerzas
gadafistas.
Bendito
sea
Alá
que
tenemos
a
la
ONU
cuidando
el
destino
de
los
civiles,
indefensos
a
los
excesos
de
sus
tiranos.
Asimismo,
me
acabo
de
enterar
que
el
protagonista
de
la
liberación
del
pueblo
Libio
es
nada
menos
que
Estados
Unidos.
Nuestro
insigne
premio
nobel
de
la
paz
así
nos
lo
expresó:
“En
Libia,
la
muerte
de
Gadafi
demostró
que
nuestro
papel
en
la
protección
del
pueblo
libio,
y
en
ayudarles
a
liberarse
de
un
tirano,
era
lo
correcto”.
También
añadió:
“Esta
semana
tuvimos
dos
recordatorios
poderosos
de
cuánto
hemos
renovado
el
liderazgo
de
Estados
Unidos
en
el
mundo”.
Finalmente
dijo:
“En
la
última
década,
hemos
gastado
un
billón
de
dólares
en
la
guerra,
nos
hemos
endeudado
demasiado
con
el
extranjero
e
invertido
muy
poco
en
el
recurso
más
grande
de
nuestra
fortaleza
nacional:
nuestro
propio
pueblo”.
Si
tanto
les
preocupan
los
civiles
por
qué
nadie
hace
nada
por
el
horror
que
viven
hombres,
mujeres
y
niños
en
Somalia.
Quizá
un
tercio
de
lo
que
gastaron
en
misiles
podría
haber
servido
para
comprar
comida
por
un
año,
para
los
cientos
de
miles
de
refugiados,
desplazados
por
la
sequía
y
la
violencia
armada.
¿Si
no
les
da
remordimiento
mirarlos morir
lentamente,
por
qué
no
los
bombardean
de
una
vez
también
a
ellos?
Probablemente
sea
preferible
así,
que
verlos
pudrirse
en
vida
delante
de
las
cámaras
de
CNN.
Hay
revoluciones
apadrinadas
que
para
mí
no
son
ninguna
revolución.
Hay
civiles
que
importan
más
que
otros,
porque
esos
civiles
son
el
pretexto
para
una
invasión,
y
garantizar
las
inversiones
sobre
el
petróleo
Libio
que
abastece
a
Europa.
Hay
muertos,
como
Steve
Jobs,
que
merecen
morirse
como
la
gente.
Hay
muertos
como
Gadafi,
que
delatan
el
apestoso
nivel
de
valores
en
los
que
estamos
viviendo.
Por
último,
hay
muertos
que
se
secan
en
silencio
en
el
desierto,
sin
un
perro
que
les
ladre.
Un
mundo
entero
ignorando
su
partida,
una
humanidad
deshabitada
de
sí
misma.
El Mundo, 24 de octubre de 2011