Cuando se meten con nuestro bolsillo, de ordinario terminamos convertidos en temibles fieras que muerden a quien se atreva a tocarnos la comida. Cuando nos hablan de subir el costo de los carburantes inmediatamente se nos viene a la cabeza la palabra “gasolinazo”, nos sale urticaria en el cuerpo y perdemos los estribos. Las razones son bastante lógicas. Mayor precio de los combustibles supone un mayor precio de los pasajes del transporte público. Asimismo, todos los productos que compramos en el mercado también suben, porqué para que lleguen a las ciudades y a los centros de abasto es necesario pagar un camión. No obstante, esas son las consecuencias que vemos y nos afectan directamente. Lo que no alcanzamos a ver, es que también estamos pagando nuestros bienes y servicios a un precio menor del que realmente deberían costar. En otras palabras, el Estado está pagando con el dinero del Tesoro General de la Nación una parte de nuestro transporte y una parte de lo que compramos y comemos.
Hay una afirmación que se maneja con demasiada ligereza. Dicen: si tocan el precio de los carburantes los más afectados van a ser los más pobres. En parte es cierto, pues durante los años ochenta y noventa un “gasolinazo” era la receta preferida del FMI para resolver el déficit fiscal y evitar el naufragio de una economía siempre en números rojos. En efecto, en la práctica se trataba de una suerte de impuesto a la gente de a pié. Hoy en día las cosas felizmente son un poco mejor que antes en términos económicos, por tanto las condiciones son otras. Lo que quiero decir es que la nivelación del precio de los carburantes será también una manera de nivelar los costos de vida de toda la gente. Por una parte, porque la distancia entre ricos y pobres se ha acortado. Por otro lado, porque en la actualidad la subvención beneficia más a los contrabandistas, a los países vecinos y a los ricos; que a los pobres.
Los subsidios son buenos y malos a la vez. Por mucho tiempo sirvieron para apoyar a la agro-industria y hacer competitivos sus precios para la exportación. Pero hoy el costo del diésel ha pasado a un segundo plano, pues las mayores inversiones se concentran en las semillas y los fertilizantes. Igualmente, pero a la inversa, las petroleras sencillamente no invertirán en un negocio que no les conviene; como de hecho sucede. El año que viene la subvención podría llegar a los 700 millones de dólares y eso es mucha plata; aunque Venezuela gasta 1.500 millones de dólares anuales y México 1.800 millones de dólares en subvención. Podemos consolarnos con esas cifras o comenzar a pensar seriamente que todo ese dinero podría usarse mejor construyendo escuelas, hospitales y caminos. Realmente es menester sentarse y dialogar acerca de lo que es socialmente conveniente en cuanto al subsidio. Un diálogo que no deja de ser complicado, porque la economía y la política muchas veces quedan entrampadas en laberintos sin salida.
El diálogo verdaderamente productivo sólo es posible tanto cuanto somos capaces de generar pensamiento, preguntas y RESPUESTAS a determinadas urgencias históricas. La toma de decisiones no la realizan sólo los gobernantes, el pueblo entero participa con su aprobación o rechazo. Para lo cual es imprescindible (si se quieren tomar buenas decisiones) poseer buena información, juiciosa y ante todo apegada a la verdad. Oponerse por oponerse es una insensatez. Es parte de la mentalidad prebendal heredada del modelo de Estado pasado, pero también sostenida por éste gobierno como estrategia política. Si queremos ser un país competitivo hay que colocarnos en las mismas condiciones de los vecinos. No se trata sólo del contrabando... Regular el precio de los carburantes supone regular nuestra forma de producción y consumo; haciéndola más eficaz.
El Mundo, 7 de noviembre de 2011
El Mundo, 7 de noviembre de 2011