Cuenta aquel libro de las crónicas, que familiarmente llamamos la Biblia, que la madre del Señor era una mujer campesina de una región poco importante de Judea, en la actual Israel. Debajo de los rimbombantes mantos de ceda y soberbias coronas que la adoran en nuestras iglesias, María era una humilde mujer que dedicó su vida al servicio, a la solidaridad y la esperanza.
Acerca de su embarazo hay de por medio la extraña aparición de un ángel y esa historia nos la conocemos de memoria. Hace algunos años un grafiti en las paredes de La Paz, firmado por “Mujeres Creando”, me llamó la atención y decía más o menos así: “María no era Virgen, sino madre soltera”. Probablemente más de uno se sienta ofendido con el ingenio y la provocación del movimiento feminista; no obstante, podría ayudarnos a colocarnos cerca de la realidad. Por lo que sabemos, no es cierto que haya sido madre soltera. Los evangelios cuentan que María se casó con un carpintero llamado José, con quién tuvo además de Jesús otros hijos.
Cuando condenaron a Jesús a morir crucificado, los capítulos que narran ese episodio ya no mencionan más a José. La tradición de la Iglesia presume que murió antes de que su hijo hubiese comenzado la tarea de predicar la “Buena Noticia” en medio de su pueblo. Teniendo en cuenta la esperanza de vida de la época, seguramente José murió como moría la gente pobre; con las manos cansadas de tanto trabajar, la salud quebrantada por los resfríos mal curados, con menos de cincuenta años y con la esperanza de darle a su familia un futuro mejor que su presente.
Como muchas mujeres de hoy en día, la madre del Salvador se hizo cargo de su familia con la perseverancia y delicadeza de toda mujer y madre. Educó a sus hijos ensenándoles que el amor está más en la obras que en las palabras. Que Dios no está lejos, ni montado en una nube, sino vive en los corazones de los justos. Que hacer la voluntad de Dios no es seguir reglas, sino hacer lo que debe ser hecho; particularmente en favor de los pobres, los débiles y los excluidos. En efecto, todo lo que fue Jesús, lo fue a través de su madre; de quien aprendió de primera mano a conocer y comprender cómo debería ser el “Reino de Dios”.
Si la madre del Hijo de Dios hubiese caminado por estas tierras y vivido en este tiempo, con certeza sería una indígena guaraní que ahora mismo está pelando arroz en el tacú. Tal vez sería una chola tejiendo awayos y cultivando papa en el altiplano. Por qué no, sería la mujer que lava la vajilla, tiende tu cama y la de tus hijos, saca la basura y gana un salario miserable. Todas ellas son María; el rostro y la personalidad de la Madre del Hijo de Dios está en ellas. El contenido de los evangelios no proviene de los palacios, sus argumentos no son los de los ricos, su mensaje no es el de los poderosos. El evangelio, como Jesús, nació en la periferia y el Reino de Dios que allí se anuncia no es otro que un Reino de solidaridad y hermandad.
Se acerca la fecha de la conmemoración del nacimiento de Jesús. Ese día no sólo conmemoramos la vida de quien nace, sino también de quiénes han hecho posible la vida. María y José nos ayudan a aterrizar el Evangelio y ponerlo a la altura de nuestros ojos. Esa pareja que dio a luz a su primogénito en un establo y rodeado por animales, es la maravillosa evidencia de que el Dios de la vida viene a salvar el mundo desde abajo, con las manos y el rostro de los pequeños y los olvidados.
El Mundo, 12 de diciembre de 2011
El Mundo, 12 de diciembre de 2011