La encarnación de Dios en el mundo constituye para el cristianismo el acontecimiento más importante de la historia y uno de los preceptos fundamentales de la fe. El Jesús de la Historia marcó de tal manera las vidas de sus discípulos, seguidoras y seguidores, que a la hora de formular la conciencia del Jesús de la fe fue imprescindible recurrir a la memoria del hombre cotidiano para poder hablar del resucitado. La encarnación y la pascua están profundamente ligadas, porque la vida toda de Jesús el Cristo se constituye en faro y espejo para los creyentes. El anuncio de la venida Reino de Dios, comunica el principio de una nueva realidad humana, basada en la fraternidad, la solidaridad y el amor.
Hijo de una familia humilde de padres campesinos, nacido bajo el amparo de un establo y el calor de los animales; el Jesús niño es la evidencia de una transformación sustantiva en la compresión de Dios. En tanto los pueblos vecinos del Medio Oriente adoraban a animales sagrados y estatuas de oro, y mientras los pueblos grecorromanos reverenciaban a un panteón de dioses con superpoderes; el cristianismo, que nace a partir del monoteísmo hebreo, encuentra al redentor de la humanidad y la historia en la periferia de la realidad.
No obstante, la Buena Noticia predicada por el Jesús adulto se extiende hacia toda la humanidad, interpelando las estructuras y las relaciones humanas. El niño del pesebre y el hombre de la cruz reclaman del mundo entero un nuevo modo de ser humanos. Subvertir las formas de dominación, abrir los corazones ante el sufrimiento, trabajar por la justicia y la paz, solidarizarse con los oprimidos y contagiar de esperanza a toda la sociedad. La fe ya no puede ser más un ejercicio comercial con la divinidad. Donde quién cumple con los preceptos gana para sí los méritos para su salvación. El cristianismo reclama de los creyentes una fe basada en las obras.
De ahí pues que los constructores del ‘’Reino de Dios’’ son todos aquellos que han volcado sus sentidos y sus afectos en un realidad trastocada por el caos de un orden económico inequitativo, que pretende condenarnos a todos a la muerte. Al igual que el niño del establo, los cristianos estamos llamados a ser hombres y mujeres nuevos, que a su vez sean los protagonistas de una sociedad nueva. No es otra cosa que identificarnos con Cristo, quién se identificó con los pobres y los oprimidos. Su nacimiento es apenas el principio de una vida coherente hasta la muerte. Sus mejores amigas y amigos, discípulos y seguidores, eran un grupo de sencillos pescadores, amas de casa, prostitutas y pecadores. ¡Ese es el Dios del portal de Belén!
Los primeros cristianos lo entendieron claramente y era así como habían decidido vivir: “Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón”. Este fragmento de los Hechos de los Apóstoles es la evidencia inequívoca que la Iglesia no puede ser apenar un recinto para devociones piadosas. Quien ha asumido el desafío de ser cristiano, habrá de asumir también las consecuencias de la fe en el Resucitado. No hemos nacido para conseguir un espacio en el cielo, sino para construir ese cielo acá en la tierra. Que ese pequeñito en su cuna de paja y estiércol incendie nuestros corazones y nos empuje hacia lo imposible. ¡Feliz Navidad!
El Mundo, 25 de diciembre de 2011