El evangelio de Lucas relata que el hijo de Dios, el Mesías, nuestro Salvador, vino a nacer en un establo. Seguramente el dato no representa novedad alguna. Todo el mundo sabe que el niñito Jesús nació en un pesebre al lado de un burrito y una vaquita. Muchos de nosotros ya tenemos en casa el "nacimiento" armado. En la sala de nuestro hogar la escena está divinamente representada. Burro, vaca, José y María, además del niño, son personajes imprescindibles. El ángel, los pastores y sus ovejas circundan a los protagonistas. Finalmente no pueden faltar los "reyes magos": Melchor, Gaspar y el negro Baltazar. Éste último va montado en su camello y lleva entre las manos un cofre lleno de oro. Los otros dos llevan el incienso y la mirra. Las lucecitas dan el toque de gracia y la nieve artificial hace posible una absurda nevada en Medio Oriente.
Buena porción de esa escenografía y sus significados es parte de la tradición apócrifa; sin embargo, el substrato es en efecto lo que se narra en el relato evangélico. Se cuenta que un censo obligó a María y José a salir de Nazaret, para ser registrados en Belén. María estaba en los últimos días de su embarazó y tuvo que parir, poco después de haber arribado, en las afueras de dicha comunidad. Como todos los alojamientos estaban llenos y nadie los recibía, terminaron en un establo que algún vecino se animó a prestar ante la premura de las cosas. Esa es la historia, tan simple y sublime a la vez.
Quien ha criado animales sabe bien como luce y huele un establo. Recordemos que se trata de un hecho sucedido hace poco más de 2000 años. Seguramente habría mucho forraje, algún bebedero, la mierda de los animales regada en el piso, un intenso olor a orines y sanseacabó. Los teólogos todavía debaten la veracidad de los acontecimientos. No obstante, más de allá de que las cosas hayan sucedido tal como se narran, o que sencillamente no hayan sucedido; es verdaderamente tremendo y conmovedor que los primeros cristianos hayan asumido, como parte de su fe, que su Dios era un don nadie, hijo de unos campesinos pobretones, que para su mala suerte le tocó nacer sobre una cama de paja y caca de vaca.
Eso es pues lo que se conmemora en la navidad: el nacimiento del Hijo de Dios encarnado en el Mundo. Recordamos año atrás año a aquél que se hizo uno de nosotros en medio de la pobreza, en una tierra ajena y sin un perro que le ladre. Los camiones de la cocacola y sus estúpidos ositos polares no llegaron en caravana para adorar al niño. No hay papanoles, tampoco un árbol con bolitas de colores, ni decenas de regalos a los pies de éste. Obviamente tampoco estallaron fuegos artificiales a media noche. Todas las luces fueron la estrellas, probablemente la partera y un José muerto de miedo fueron la única presencia humana en el desarrollo de los acontecimientos. Los gritos y el llanto de la parturienta era todo lo que se oía en el transcurso de una noche interminable.
¿Qué clase de Dios es ese? Tan diferente y extraño a toda esa euforia capitalista y mercantil que vemos por estos días en las calles. ¿Qué Mesías absurdo nos mandó Dios padre? Un niño indefenso cuyo único triunfo hasta esa hora es haber nacido vivo. ¿Qué Salvador será este? Si su cuna fue un hediondo pesebre y el rincón de su muerte fue la cruz de los delincuentes. Ya de adulto, Jesús, el Cristo, proclamaría con la pasión de los que aman en serio: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a anunciar la libertad a los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor".
El Mundo, 19 de diciembre de 2011