Han pasado días de mucha
alegría y tremenda fiesta. Nuestras celebraciones se han nutrido de
miles de significados y sentidos. El carnaval nos ha dado la
oportunidad de animar nuestros días de la sabrosura que trae consigo
el juego de la vida. La fiesta, que en apariencia parece una realidad
gobernada por el caos y el desorden, posee un orden propio y dentro
de sí se ejecutan roles y tareas que cumplen un valioso fin para la
sociedad. Por paradójico que suene la fiesta no viene para
apartarnos del mundo, sino nos permite situarnos dentro de él con
más conciencia que nunca. Rompemos la rutina y nos adentramos en
realidades que si bien parecen de ficción nos están empujando a
sentir nuestra vida con toda nuestra sensibilidad. En otras palabras,
dejamos atrás la monotonía para recordar cuán vivos estamos. El
baile, la música, el agua, los colores; es el universo latiendo en
nuestro cuerpo.
Son tiempos como estos
los que le dan motivos a todos los otros días ordinarios de trabajo,
orden y disciplina. Despertar temprano, salir a la oficina, cumplir
con las responsabilidades, cobrar el sueldo, comer, dormir y volver a
empezar. Soportamos con paciencia cada una de esas jornadas para
llegar a un tiempo como el vivido y desplegar nuestras capacidades
humanas en su máxima expresión. Por un momento burlamos todas
nuestras fronteras y somos capaces de celebrar en nuestras
diferencias. La Reina del carnaval salta a son de la banda de la mano
del populacho. Embadurnados de pintura, huevos y otros menjunjes
transgredimos todos los apellidos y colores de piel. La señora
copetuda se ha vestido de chola para cumplir su promesa a la virgen.
Las tarcas y las zampoñas comparten avenida junto a trompetas y
saxos. ¡Qué maravilla!
Las fiestas son sin duda
alguna catalizadores de procesos mucho más profundos del fenómeno
humano. Es obvio que no transforman la realidad para siempre, pero la
van interpelando. Justamente lo efímero del tiempo festivo nos
permite abrir interrogaciones que luego se irán filtrando a las
dimensiones sociales, políticas, culturales y éticas de nuestro
quehacer.
Posterior al carnaval
empieza el tiempo de la cuaresma, que en el calendario cristiano es
inaugurado por el miércoles de ceniza. La cuaresma es considerada un
tiempo de penitencia y reflexión que se extiende por cuarenta días
hasta la “semana santa”; tiempo en que se conmemora la pasión y
muerte de Jesús, y se celebra su resurrección. Antiguamente ese
asunto de la cuaresma era una cosa “muy seria”. Además de los
sólitos viernes en los que estaba vetado comer carnes, se recurrían
a distintas formas de penitencias, ayunos y prácticas de piedad.
Gran parte de todos estos ejercicios ascéticos han pasado al olvido
o son practicados por un número cada vez más escaso de personas.
Dicho de otra manera, son tradiciones que se están muriendo de
viejas.
La historia de la ceniza
es bien antigua. En el pasado los hebreos y otros pueblos del medio
oriente se echaban ceniza en la cabeza en señal de un sacrificio o
penitencia en nombre de Dios. Fue una práctica que aún en tiempo de
Jesús todavía se llevaba a cabo. No obstante, Jesús da un giro
radical a esa forma de relacionarse con Dios y demanda de sus
seguidores practicar la misericordia antes que sacrificios externos
(Mt. 12, 7). Pienso pues, que el desgaste o desaparición de esas
viejas practicas pueden llevarnos a vivir más plenamente eso que
llamamos cuaresma. Tal como lo hemos dicho, los carnavales nos
vuelcan de lleno a la vida en sus expresiones celebrativas. Sin
embargo, es preciso también un tiempo para llevar a efecto todo
aquello que la fiesta nos ha enseñado. Jesús lo llama el Reino de
Dios, pero también podemos llamarlo el mundo de la solidaridad, el
triunfo del amor, el gobierno de la justicia. Ese “Reino de Dios”
se parece a la fiesta que vivimos, pero toca trasladarla al día a
día. Por tanto, no basta con salir de misa con una cruz gris en la
cabeza; sino disponer nuestro corazón y nuestras acciones en la
transformación sustantiva de la realidad.
El Mundo, 22 de febrero 2012
El Mundo, 22 de febrero 2012