A las 4:30 de la
madrugada se colocó su mantilla, se tapó el cuello; le dijo a su
hermano que estaba lista y salieron de casa. Horas más tarde, a seis
cuadras de allí la policía hizo el levantamiento oficial de dos
cuerpos sin vida, que luego fueron trasladados a la morgue de la
ciudad. Poco tiempo después la prensa requirió al médico forense
para hacerle las preguntas de rigor. Con los ojos curtidos, el rostro
de circunstancia y la típica solemnidad petrificada respondió:
“Hemos establecido que la causa de la muerte, de ambas personas, es
por asfixia y estrangulamiento.” “La mujer vestía una mantilla
de color café, chompa beige y naranja, malla rosada, una faja
multicolor, pollera café, tres enaguas, sin ropa interior y sin
zapatos.”
Ese sábado dos manos
humanas sujetaron un cordel. En un rápido movimiento ese hilo grueso
rodeó el cuello de Verónica. Las manos tiraron con fuerza y el
universo empezó a temblar. Todos los ruidos se volvieron secos. El
cordel cayó al piso segundos después de que el cuerpo dejó de
sacudirse. Ahora eran las manos de la otra persona las que temblaban.
La excitación y la velocidad con que sucedían las cosas no le
permitían pensar en nada. Esa otra persona junto a los secuaces
terminaron de hacer todo lo que se habían propuesto y arrojaron los
cadáveres a un costado de la calle. El frío que por allí también
circulaba acabó de apagar la tibia temperatura de la vida.
Días más tarde las
juntas vecinales se han reunido y van a marchar hasta la plaza
principal de la ciudad, para pedir la pena de muerte. Uno de los
vecinos, acosado por cámaras y grabadoras, impreca con verdadero
arrebato: “Todo delincuente que haya provocado una muerte a una o
más personas, sin distinción de edad, sexo o condición social y
económica deberá ser ajusticiado. Se debe implantar la pena de
muerte, de no hacerlo por las leyes, los vecinos actuarán por mano
propia.”
A finales del 2009 un
periodista argentino la llamó por teléfono y le preguntó si podía
regalarle una entrevista. Las tomas las hicieron en la calle, a pleno
sol de medio día y en entre el bullicio de la gente. “Mi nombre es
Verónica Peñasco Layme y trabajo en la Radio San Gabriel.” La voz
de un rostro que no se ve en las imágenes replicó: “Vos sos una
cholita trabajando ashi, ¿es nuevo o es algo común?” Pensó un
instante y contestó: “Muchos piensan que una mujer de pollera no
puede llegar a ese espacio como periodista. Pero hay que abrir el
camino, para que otras compañeras se puedan animar. Yo pienso que es
un reto para mí.” Sonrió con dulzura y esperó la siguiente
pregunta.
El día de su asesinato,
Verónica no sólo faltó a su programa de las 6:00 a.m. en la radio.
Verónica nos hizo falta a todos, dejó un hueco gigante; el cual
agujero negro quiere devorar todas nuestras esperanzas. Su voz ya no
transita por el aire, sus palabras ya no vibran en la bocina de un
radio transistor. Con nosotros se ha quedado el matador y su muerte.
Esas dos manos quieren encarnarse en nuestras manos y lo peor de todo
es que no nos da vergüenza sentirnos poseídos. Nos hemos dejado
habitar de su vacío y queremos convertirnos en él mismo. Mostramos
los dientes con rabia, erizamos los pelos, ladramos con el hálito
podrido. ¡Ahora queremos ser también los asesinos!
Si tan sólo nos quedaran
los deseos. Retos como los de Verónica, que con su pequeña dosis de
locura sueñan con cambiar el mundo y hacerlo vivible, amable y
querible. Si tan sólo…