La muerte está con
nosotros desde el día mismo en que comenzó la vida. Ambas, vida y
muerte, conjuran todos motivos para darle sentido a nuestros días en
la tierra. Somos el cúmulo de nuestras decisiones, todo lo que somos
es resultado de apuestas concretas. La conciencia de saber que un día
vamos a morir moviliza nuestro ser y nos impele a jugárnosla todo
por el todo. Las vocaciones de las personas se fundan precisamente en
esa búsqueda de sentido para cada quien.
No obstante, no todo el
mundo sabe escoger lo mejor, ni para sí, ni para su sociedad. Hay
gente que en lugar de ser protagonista de una vida moralmente
correcta; toma decisiones equívocas que llegan a provocar mucho daño
y dolor. La muerte violenta del prójimo es una historia tan antigua
como la humanidad. No en vano figura en los relatos del Génesis. Un
hecho que no se reduce a arrebatarle la vida a alguien, sino también
provoca una fractura dentro de la sociedad. Detrás de la vida de un
sujeto están las vidas muchas otras personas: los padres, los hijos,
la familia ampliada y las amistades cercanas. Todas esas personas
sufren una perdida que literalmente no puede ser remplazada por nada
ni nadie.
Así como hay sujetos que
en su sano juicio son capaces de tomar elecciones equivocadas,
también las sociedades pueden hacer apuestas que generan muerte y
dolor. Todo ese espontáneo debate en torno a la pena de muerte, a
consecuencia del asesinato de los hermanos Peñazco, ha despertado en
la gente una justificada indignación por la condiciones de
inseguridad en las que vivimos. Una larga lista de argumentos parece
insinuar que la única manera de reparar el daño es arrebatándole
la vida al criminal. En otras palabras, todos nosotros como sociedad,
estamos considerando la posibilidad de matar a una persona, porque
creemos que sólo así pagará por su crimen.
Dado que está demostrado
que la pena de muerte realmente no reduce la delincuencia, el
argumento de fondo no es otro que la revancha. Queremos cobrar con
sangre la sangre derramada. No obstante, eso no nos hace menos
asesinos que el asesino. De hecho queremos ocultarnos detrás del
Estado y la justicia para legalizar un crimen colectivo, un
linchamiento institucionalizado. ¿No habrá otras alternativas? ¿No
podríamos aprovechar la coyuntura para repensarnos una justicia para
los vivos?
La justicia comunitaria
puede ser un muy valioso referente a la hora de evaluar la eficacia o
no del derecho positivo en el ámbito penal. Muchos pueblos indígenas
tienen modos muy ingeniosos y sabios para administrar la justicia. Dado
que el sujeto es parte de una comunidad, éste existe y es persona en
la medida que se pertenece a ella. Es la comunidad la que le da
identidad y sentido a su vida. Por eso algunos crímenes se pagan con
la expulsión y se considera una de las penas más duras y terribles.
Una suerte de ostracismo que deja a la persona sin comunidad de
referencia y por ende sin identidad ni pertenencia.
En casos como el
asesinato la pena no suele ser la expulsión, a pesar de que el
crimen es muy serio. Pues no tiene sentido sumar a la perdida otra
más, dado que se afectaría también la integridad de la propia
comunidad. La pena impuesta se paga con el trabajo, entonces quien ha
matado debe asumir las responsabilidades que el finado tenía para
con los suyos. Es decir, el sostenimiento de la prole, la labranza de
la tierra, los trabajos comunales, etc. Valdría la pena que nuestras
cárceles dejarán de ser centros recreacionales y de veraneo para
los criminales. Y en lugar de pensarnos la pena de muerte, pensemos
más bien en los vivos y cómo ellos debieran ser mínimamente
resarcidos de aquello que les fue arrebatado.