Titanes de la esperanza


La muerte de Domitila nos sorprendió con la misma violencia con la que nos arrebata y asusta la muerte de un familiar cercano. Hay vidas que nos resultan más próximas, porque se han hecho parte de nuestro mañana. Su cercanía no es como la que nos provoca un artista pop o la de una moda; es una afectación profunda porque su vida también fue profunda. Nacida en 1937, en la zona minera del país, desde pequeña sufrió la dura acritud de la pobreza. Su infancia y su juventud la forjaron como una guerrera, ya de adulta era reconocida por su liderazgo y escogida para representar a las mujeres en el distrito minero de Siglo XX. En el 67 se enfrentó a Barrientos, lo que le costó torturas y la pérdida de un hijo en gestación. Diez años después, con el mismo coraje y más fuerte que nunca derrumbaría la dictadura de Banzer.

Fue precisamente durante aquella inolvidable huelga de hambre donde aparecería otro personaje de quien guardamos imperecedera memoria. Luis Espinal, el cura jesuita, poeta, periodista y cineasta, dejó su tierra natal para encontrar en Bolivia su nacionalidad; sin embargo, sería en la huelga de 77 donde encontraría su destino. En un poema diría con la fuerza de un profeta: “Que nos repugne ser comensales satisfechos, cuando tantos no tienen más que migajas.” Amó a los pobres y sus luchas con verdadera pasión. En 1980 un grupo de cobardes lo secuestraron y le agujerearon el cuerpo creyendo que así enmudecerían a todo un pueblo. Él sabía perfectamente que no sería así: “el pueblo no tiene vocación de mártir... Y si un día debemos dar nuestra vida, lo haremos con la simplicidad de alguien que cumple una tarea más, sin gestos melodramáticos.”

En otra latitud de nuestro continente Oscar Romero, obispo de El Salvador, es asesinado el 24 de marzo del 80, tres días después que Espinal. En su país otra dictadura se robaba las esperanzas y la libertad a la gente, replicando un orden opresión económica y de violencia física contras las personas. “Nuestro llamado -decía- se dirige también a quienes por defender injustamente sus intereses y privilegios económicos, sociales y políticos han sido culpables de tanto malestar y violencia. Permítanme recordarles que la justicia y la voz de los pobres debe ser escuchada por ellos como la misma causa del Señor, que llama a la conversión, y que ha de ser juez de todos los hombres.”

Podríamos pensar que estas personas son especiales, gente dotada de una virtud extraordinaria. No obstante, su día a día consistía sencillamente en tener los ojos abiertos y los pies aterrizados. Domitila resumía así uno de sus días en la mina: “Mi jornada empieza a las 4 de la mañana, especialmente cuando mi compañero está en la primera punta. Entonces le preparo su desayuno. Luego hay que preparar las salteñas, porque yo hago unas cien salteñas cada día y las vendo en la calle.” “Así vivimos. Yo me acuesto generalmente a las 12 de la noche. Duermo entonces cuatro a cinco horas. Ya estamos acostumbradas.”

Su ausencia nos duele, tanto como nos duele perdernos a nosotros mismos. Contemplamos el presente y sabemos que todavía queda mucho por lograr unidos. Eso podría ser sin duda el mejor homenaje a sus vidas. Ser los protagonistas de una sociedad fundada en la justicia, allanar los caminos para la libertad y la solidaridad; erradicar la discriminación y el racismo. Construir una patria de hombres y mujeres que en su día a día son verdaderos revolucionarios y libertadores. Vidas jugándose el todo por el todo.