Aunque
la
liturgia
del
domingo
de
ramos
se
inicia
con
una
procesión
de
creyentes
aclamando
el
efímero
triunfo
de
Jesús
al
entrar
a
Jerusalén,
el
centro
realmente
de
la
liturgia
es
el
relato
de
la
pasión
de
Jesús.
Un
Jesús
que
es
condenado
por
el
poder
político
de
Roma
y
por
las
autoridades
religiosas
del
Templo.
Lo
condenan
a
una
muerte
deshonrosa
y
violenta
basada
en
calumnias
y
mentiras.
¿Por
qué
lo
mataron?
porque
sencillamente
Jesús
no
encajaba
en
ninguno
de
los
sistemas
establecidos.
Esa
manera
tan
particular
de
relacionarse
con
el
Padre,
esa
libertad
con
la
que
actuaba
que
lo
llevó
a
relativizar
las
normas
religiosas
establecidas
y
priorizar
al
ser
humano; y
esa
pasión
por
el
reino
de
Dios y
la
justicia
le
ganaron
la
fama
de
hombre
peligroso
y
ciertamente
incómodo
para
quienes
se
sienten
seguros
en
sus
comodidades
llenas
de
injusticias.
Jesús
fue
un
escándalo
para
los
que
creían
que
Dios
abandonaba
a
los
que
sufren,
no
podían
concebir
que
ese
hombre,
amigos
de
todos
y
solidario
especialmente
con
los
pobres
y
con
las
víctimas
inocentes,
era
Dios.
Y
esa
fue
la
gran
revolución
de
Jesús,
el
cuestionar
toda
la
idea
que
se
tenía
de
un
Dios
a
quien
sólo
se
le
podía
encontrar
en
el
Templo
y
en
las
prácticas
religiosas.
Jesús
saca
la
divinidad
del
Templo
y
lo
coloca
en
lo
que
llaman
“el
bajo
mundo”,
allá
donde
están
las
víctimas
inocentes,
donde
está
el
clamor
de
un
pueblo
que
sufre.
No
se
puede
dar
culto
al
Padre-Madre
de
espalda
al
dolor
del
ser
humano
que
sufre
injusticia,
de
espaldas
a
los
pobres
de
nuestra
sociedad,
condenados
a
morir
de
hambre
y
de
sed
en
un
mundo
con
infinitas
riquezas,
pero
administrado
y
explotado
egoístamente
por
unos
cuantos
que
ostentan
el
poder.
Por
más
que
nos
cueste
reconocer
a
Jesús
en
todas
las
víctimas
inocentes,
por
más
que
nuestro
corazón
se
incline
a
cantar,
como
el
poeta,
al
Jesús
que
anduvo
en
la
mar
y
no
al
del
madero; si
se
quiere
ser
coherente
con
el
mensaje
del
evangelio,
entonces
pasión
y
cruz
serán
mi
cantar
y
mi
denuncia.
Jesús
sigue
estando
presente
en
todos
los
crucificados
y
cuestiona
nuestra
falta
de
compromiso,
de
solidaridad,
nuestra
indiferencia.
No
estamos
llamados
a
ser
espectadores
del
terrible
drama
que
vive
la
humanidad,
del
sufrimiento
causado
por
los
victimarios.
Si
nos
aislamos
de
esa
realidad,
si
somos
incapaces
de
escuchar
el
llanto
de
las
víctimas,
entonces
no
tenemos
derecho
de
tener
en
nuestra
pared
un
crucifijo
ni
de
madera,
ni
de
mármol,
ni
de
bronce.
N.E.C.