Aunque
la
liturgia
del
domingo
de
ramos
se
inicia
con
una
procesión
de
creyentes
aclamando
el
efímero
triunfo
de
Jesús
al
entrar
a
Jerusalén,
el
centro
realmente
de
la
liturgia
es
el
relato
de
la
pasión
de
Jesús.
Un
Jesús
que
es
condenado
por
el
poder
político
de
Roma
y
por
las
autoridades
religiosas
del
Templo.
Lo
condenan
a
una
muerte
deshonrosa
y
violenta
basada
en
calumnias
y
mentiras.
¿Por
qué
lo
mataron?
porque
sencillamente
Jesús
no
encajaba
en
ninguno
de
los
sistemas
establecidos.
Esa
manera
tan
particular
de
relacionarse
con
el
Padre,
esa
libertad
con
la
que
actuaba
que
lo
llevó
a
relativizar
las
normas
religiosas
establecidas
y
priorizar
al
ser
humano; y
esa
pasión
por
el
reino
de
Dios y
la
justicia
le
ganaron
la
fama
de
hombre
peligroso
y
ciertamente
incómodo
para
quienes
se
sienten
seguros
en
sus
comodidades
llenas
de
injusticias.

Por
más
que
nos
cueste
reconocer
a
Jesús
en
todas
las
víctimas
inocentes,
por
más
que
nuestro
corazón
se
incline
a
cantar,
como
el
poeta,
al
Jesús
que
anduvo
en
la
mar
y
no
al
del
madero; si
se
quiere
ser
coherente
con
el
mensaje
del
evangelio,
entonces
pasión
y
cruz
serán
mi
cantar
y
mi
denuncia.
Jesús
sigue
estando
presente
en
todos
los
crucificados
y
cuestiona
nuestra
falta
de
compromiso,
de
solidaridad,
nuestra
indiferencia.
No
estamos
llamados
a
ser
espectadores
del
terrible
drama
que
vive
la
humanidad,
del
sufrimiento
causado
por
los
victimarios.
Si
nos
aislamos
de
esa
realidad,
si
somos
incapaces
de
escuchar
el
llanto
de
las
víctimas,
entonces
no
tenemos
derecho
de
tener
en
nuestra
pared
un
crucifijo
ni
de
madera,
ni
de
mármol,
ni
de
bronce.
N.E.C.