Todas
las sociedades son dinámicas y su comportamiento está profundamente
ligado a la historia y sus variables. Las religiones no son ajenas a
estos procesos y éstas se van reinterpretando con cada época. En
los siglos II y III hubo entre los cristianos gente que buscaba una
unión mucho más profunda con Dios y escogían ir al desierto para
meditar y llevar una vida ascética. Estos anacoretas suscitaban no
sólo admiración, sino también atraían seguidores que buscaban la
perfección espiritual. Pronto se organizarían pequeños grupos bajo
la dirección de un maestro y con el tiempo esto se constituiría en
el génesis de la vida religiosa. En el siglo IV se desarrolló el
monacato y en el siglo VI aparecería la famosa regla de san Benito.
Los monjes dejarían el desierto para vivir juntos en monasterios.
Una
de las principales características de estos grupos es que son
instituciones homosociales. El pensamiento de la época sugería que
negando los deseos de la carne se alcanzaba mayor cercanía con Dios.
Más tarde, alrededor del siglo XVI aparecerían instituciones
religiosas con vocación apostólica; pues, con la incursión a
América, Asia y África, la misión sería un factor de cohesión
por el cual se volcarían a la evangelización del mundo. La
separación de los religiosos por sexos se ha mantenido hasta
nuestros días. Una larga tradición ha hecho de los consejos
evangélicos (pobreza, castidad y obediencia) los pilares de la vida
consagrada.
Lo
interesante es que esta forma de vida se ha organizado de tal manera
que, aún siendo homosocial, se parece mucho a una familia o clan
familiar. Tanto para los varones como para las mujeres, quién ejerce
el cargo de superior es una suerte de padre o madre mayor. Los de
menor rango se llaman a sí mismos hermanos y los jóvenes candidatos
bien pueden ser considerados hijos, pues toda la institución trabaja
y genera recursos para su manutención y formación. Los más viejos
ejercen el rol de sabios y su consejo es importante para el
sostenimiento de la identidad del grupo.
En
el actual debate en torno al proyecto de ley de "Unión de
convivencia entre parejas del mismo sexo”, la opinión de la
iglesia tiene un peso importante. Su postura es muy clara y sostiene
que la institución del matrimonio se realiza entre un hombre y una
mujer. Afirma que: “la convivencia o permanencia de niños dentro
de parejas homosexuales pone en peligro su normal desarrollo
psicosocial y atenta contra sus derechos”. Evidentemente, no deja
de ser llamativa toda esta interpelación cuando la jerarquía, el
clero y la vida religiosa de la iglesia católica ha construido su
institucionalidad a partir de relaciones homosociales.
Por
otra parte, la homosexualidad dentro de la iglesia ha dejado de ser
un tema del cual no se habla y ha habido importantes avances en su
reconocimiento y el modo en que debe abordarse en la vida religiosa.
Se estima que un 10% de la humanidad es homosexual, pero dentro del
clero y las congregaciones religiosas este porcentaje puede llegar al
20%. El padre Donald Cozzens en un famoso estudio ha admitido que la
mitad de los seminaristas y el clero en EEUU tienen tendencias
homosexuales. Como dice el reputado teólogo Xavier Pikaza: “esto
no es ni bueno ni malo, es un hecho”. Por eso, nuestra postura
frente a la unión homosexual supone mirar por encima de todo al ser
humano. Millones de cristianos homosexuales esperan de su Iglesia
actitudes que visibilicen el amor y no juzguen gratuitamente su forma
de querer.