Borracha empedernida, bohemia irredenta, apasionada cantora, escultora de un género que ha nacido y se ha muerto con ella. Pero todo eso es tan aburrido, todas las elegías son tan ridículas y absurdas. Hasta el pobre de Sabina se pone a llorar para contarnos lo amartelado que está y todo lo que recuerda de ella. Nuestro farandulero y amarillista interior se solaza con los pormenores de la alocada vida de la finada. Tristemente el papel que nos toca a veces protagonizar, en este teatro mundial, es el de espectros adoradores de ídolos. Nos sobra tan poco de la vida verdadera, que nos quedamos unicamente con lo que nos ayuda a olvidar lo miserables que somos, cuando trasladamos la mirada a la propia vida.
Se
suele tejer en torno a los artistas un grotesco halo de vicios y
excesos, a tal punto que parece que la única manera de resplandecer
sobre los escenarios o ámbito público es convertirse en un rarito
maníaco-depresivo. Una percepción del arte que es más bien
contemporánea, y probablemente gran parte de esa distorsión se la
debemos al romanticismo. Mucho antes de los griegos, quizás en los
inicios mismos de la cultura, el arte y el artista eran una sola
materia habitada por lo divino. Los dioses se habían encarnado en
nuestra sensibilidad, y así nosotros poseíamos el poder de crear.
Pero el siglo XIX no sólo trajo consigo el positivismo, sino también
una compresión escindida del ser humano.
Un
día a Platón se le ocurrió que los poetas no eran más que un
sinónimo de la falsedad y las sombras. Para conocer la verdad y
vivir en un orden social fundado en la razón había que prescindir
de ellos. Su República tenía que ser gobernada por los filósofos y
los sabios. En el periodo decimonónico pretendieron llevar a la
práctica esos ideales y en occidente se empecinaron por adorar a la
razón y fundar un mundo que se podía resolver con cálculos y
fórmulas. El romanticismo no es más que un síntoma alérgico a esa
mentalidad, pero que a la postre acabó por romper el vínculo de los
artistas con la sociedad y el compromiso de estos por trasformar y
ordenar el mundo.
Entonces,
nuestros artistas terminarían convertidos en burdos fetiches. Saenz,
Viscarra o Borda son casi personajes de culto, aunque no se haya
leído una sola línea de su poesía o visto un solo trazo de su
pintura. Desearíamos tanto ser como ellos, unos transgresores; esos
bichitos raros que destellan en medio de la noche. Nos fascinamos con
su locura, pero no creemos en su libertad. Puedo asegurar que una
legión de borrachos en el mundo entero se puso a brindar con
entusiasmo por la Chavela, sin reparar que ella había dejado el
trago hace más de dos vidas y media atrás. En fin...
Una
vez un amigo me dijo que imaginaba a Chavela como una madre. Una
madre muy tierna que era capaz de acomodar nuestra cabeza en su
regazo, y cantarnos dulcemente mientras nos acariciaba el cabello. Es
eso lo que nunca entendieron Platón y los románticos; y es lo que
tampoco entendemos nosotros. El arte es como una madre, que en un
constante parir nos nace una y otra vez a la vida. El artista no
pertenece al mundo de las sombras ni de los ídolos, sino es el
camino que nos conduce al verdadero rostro de Dios. Ella vio ese
rostro y supo que se llamaba libertad y con ese nombre se propuso
vivir y morir cada día: “La
muerte es muy hermosa. Todos hablamos mal de la muerte porque no la
hemos vivido. Yo hablo con la vida y hablo con la muerte y las dos me
parecen muy interesantes”.