Humano
radiante, profeta de los humildes, poeta de la ternura. Nunca la
primavera había sido tan triste. El 23 de septiembre su muerte era
una más de todas las que nos dolían. Sin embargo, el silencio era
increíblemente más feroz, pues sentíamos algo parecido a haber
perdido mutilada la lengua. Neruda era un escritor sin frescuras,
cada letra suya estaba consagrada a la esperanza, todos sus versos ya
eran una revolución. Un par de años antes recogió sus motivos y
nos lo contó mientras recibía el premio Nobel:
“Comprendí,
metido en el escenario de las luchas de América, que mi misión
humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo
organizado, agregarme con sangre y alma; con pasión y esperanza,
porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios
necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición
levantara o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no
hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles
países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que
los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a
leer, que todavía no saben escribir ni escribirnos se establezcan en
el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres
integrales. […] Sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la
espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los
hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano.”
Siete
días antes el Estadio Chile era un coliseo habitado por leones y
crucificados. A Víctor Jara lo arrancaron de en medio de la gente y
le pisotearon las manos. “A ver si ahora vas a tocar la guitarra,
comunista de mierda” -rugió una de las bestias-. Le quebraron todos
los huesos y cuando finalmente separaron todos sus pedazos,
cuarenta-y-cuatro-balazos extinguieron todo el calor que en el cuerpo
le restaba. Aun así, se podía escuchar en medio de los
aterrorizados un murmullo disfrazado de viento, que mientras secaba
las lágrimas decía al oído una oración: “Levántate y mírate
las manos, para crecer estréchala a tu hermano, juntos iremos unidos
en la sangre, hoy es el tiempo que puede ser mañana. Líbranos de
aquel que nos domina en la miseria; tráenos tu reino de justicia e
igualdad; sopla como el viento la flor de la quebrada, limpia como el
fuego el cañón de mi fusil; hágase por fin tu voluntad aquí en la
tierra, danos tu fuerza y tu valor al combatir”.
Cinco
soles precedieron esa noche. Aquella jornada del principio fue el día
cero. Ángeles oscuros se lanzaron rapaces sobre La Moneda. El
presidente Allende esperaba el bombardeo con casco y metralleta.
Aunque ya veía desprendérsele la vida no reculó un milímetro en
la defensa de la voluntad del pueblo. Un pueblo, como todos los de
América, destinado a escribir su propia historia. Antes del final,
abrió un micrófono y repartió entre los oyentes la responsabilidad
del mañana: “Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su
destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el
que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que,
mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes
alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad
mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!”
Palpita
la tierra y el aire con su memoria. Su sangre se junta a la de otros
menos nombrados, pero nunca jamás anónimos. Hombres y mujeres que
murieron para que vivan los que hoy harán posible los sueños nobles
de tan dulces titanes.