Muchos
episodios de nuestra historia se escriben a partir de los epicentros
económicos y culturales de una región. Son estos lugares y su gente
los que marcan una época y patrocinan hechos importantes, capaces de
reconfigurar el orden de las cosas. Son procesos que no afectan
unicamente a las estructuras y las instituciones, por sobre todo toca
y transforma la vida misma de las personas y sus familias. Dinamiza
el continuo discurrir y caminar en pos de la felicidad, nutre de
sueños y horizontes a los caminantes.
A
mediados del siglo XVI se funda la Villa Imperial de Potosí a las
faldas de un cerro repleto de plata. Se ocupó la zona y prontamente
construyeron ingenios para la fundir el valioso metal. Aquella villa
de mineros, mitayos y artesanos se convirtió muy pronto en una
verdadera leyenda para el mundo entero. Antes de terminado el siglo,
la ciudad de Potosí ya había congregado unas 30.000 almas. Y en
1625 eran nada menos que 160.000 personas. Comunarios de todos los
ayllus, markas, encomiendas y doctrinas del virreinato acudían a la
capital del argento. Funcionarios públicos, soldados, aventureros y
buscadores de suerte provenientes de la península también arribaban
a la ciudad en multitudes. Los esclavos que habían soportado el
secuestro y el viaje desde la costa atlántica del África hasta
Lima, debían escalar los 4000 metros para encontrar su tumba en los
socavones de la mina.
Mucho
tiempo después y ya fundada la República sobrevendría la Guerra
Federal de 1899. Un conflicto armado que reodenaría la geografía
del poder de la joven Bolivia. Se confirmaría el liderazgo de La Paz
como nuevo centro económico y cultural de la nación. Otra vez una
montaña convocaría a gentes de todas las latitudes del territorio
nacional. Al igual que la ciudad minera, La Paz haría de su
geografía la cuna de lo que viviríamos y recordaríamos durante un
siglo. En este tiempo sus calles no han sido sólo el escenario de la
vida política y su relevancia no puede reducirse a los metros
cuadrados que ocupa el Palacio Quemado. Al lado de sus avenidas han
crecido cientos de edificios, sus laderas se ha llenado de ladrillo y
en El Alto ha nacido la más novel y pujante ciudad del país. El
Illimani se convirtió en el patrono de miles de familias buscando su
destino.
Hoy es el
tiempo de Santa Cruz, que aunque carece de titánicas piedras, sus
arenas y llanuras se han convertido en el hogar de millones de
bolivianos. La ciudad de los anillos es ese nuevo epicentro de la
Patria y es el que está revolucionando la historia de todo un Estado
y sus habitantes. La dulce y cálida capital del Oriente le ha
abierto los brazos a una nueva generación de hombres y mujeres
comprometidos con el futuro. Las estampas del pueblito de tierra y
carretón han sido transformadas por una renovada y moderna
arquitectura. Toda su infraestructura ya no tiene nada que envidiar a
las grandes ciudades del continente. En sus casas habita gente que ha
hecho suya la ciudad aunque hubiese nacido en cualquier otra parte.
Sus instituciones educativas, las empresas y el trabajo rural crecen
y se desarrollan gracias al empreño y el trabajo de tantos
peregrinos. De ese modo el cruceño es ese nuevo ciudadano universal
que recoge la experiencia vital sus pueblos ancestrales: chiquitano,
guaraní, ayoreo y guarayo; y la combina con el modo de ser del
colla, del chapaco y del valluno. ¡Qué viva Santa Cruz, capital del
siglo XXI!