En la
experiencia cristiana la acción de Dios está signada por la
encarnación. En otras palabras, lo divino se manifiesta en lo
cotidiano; de un modo tal que es capaz de transformar la realidad y
hacerla nueva. En consecuencia, la relación de los seres humanos con
Dios no se reduce a unas prácticas rituales, que canalicen una
negociación con la divinidad, para solicitar favores o evitar la
revancha iracunda de un dios hambriento de ofrendas.
Ya en el
Antiguo Testamento los profetas nos ofrecen un importantísimo
testimonio de cómo la comunidad creyente es interpelada debido a un
profundo divorcio entre la fe y la praxis. Por eso no es difícil de
entender que los profetas no se ahorren adjetivos a la hora de
denunciar a los ricos y los poderosos, quiénes han olvidado por
completo al oprimido, al huérfano, a la viuda y al pobre. No sólo
eso, en muchas ocasiones se han convertido en los directos
responsables de la tortura, el engaño, la farsa y la muerte. La
justicia está innegociablemente unida al amor y es allí donde se
manifiesta la voluntad de Dios. No basta con ordenar la sociedad, lo
que realmente es imprescindible y definitivo es fundar un convivio
societal desde la perspectiva de la caridad.
Si los
profetas nos colocan delante de semejante potencia humanizadora,
Jesucristo nos pondrá en frente de la expresión más radical del
amor protagonizada por Dios mismo. Todos sabemos que gran parte su
predicación estuvo dirigida a la gente sencilla y en repetidas
ocasiones condenó públicamente a los dirigentes religiosos y
gobernantes de entonces. El epicentro de su Evangelio es el amor al
“prójimo”, la expresión más perfecta del amor a Dios. Un amor
cuyo alcance supone reformular las categorías con las que la
sociedad se organiza. Demandar de la gente una apertura sincera al
diferente, el reconocimiento de la dignidad de los pobres y los
oprimidos; finalmente, comprender el pecado como la falta de
conciencia de la alteridad, y no la omisión de un catálogo de ritos
y purificaciones vacías de sentido.
Todo esto
nos permite aterrizar en los fundamentos del cristianismo y el
sentido de la Iglesia. Ya en el
siglo I se sentaban juntos en la misma mesa, para comer de un mismo
plato, un ciudadano romano y un esclavo, un judío y un pagano, un
tipo rico junto a uno pobre. Esa era la señal profética de la
concreción del Reinado de Dios y el signo de la salvación del
género humano. En nuestro tiempo también hemos tenido la
dicha de convivir junto a verdaderos profetas y cristianos, cuya
fidelidad rotunda al evangelio se ha plasmado en la construcción de
una sociedad más justa y libre. Precisamente hace escasos días
tuvimos que despedir a Gregorio Iriarte, el profeta de las minas.
Quién ha vivido sus 87 años entregándole a este país todo lo
mejor que él tenía.
Como
religioso, como profesional y ante todo como ser humano lo
recordaremos por ser un hombre íntegro, sabio, sencillo y tierno.
Riguroso y comprometido en su tarea académica, un verdadero apóstol
de Cristo, amigo de los pobres y un revolucionario. Él, junto a
Espinal, Lefebre, Chungara y otras cientos de personas, nos han
heredado 30 años de democracia, y nos recuerdan cuál es el
Principio y Fundamento de nuestras vidas. Hemos nacido para ser como
ellos y ellas, y hemos de vivir convencidos de todo lo que es capaz
el amor; para entregarnos a su causa hasta las últimas
consecuencias.
¡Señor,
danos más profetas y luchadores incansables de tu Reino y líbranos
de vivir una fe alienada!