Desde
mil novecientos noventa y dos han pasado ya muchísimas
cosas. Yo era muy pequeño, de hecho en el colegio me decían "Chato",
y por ese bello motivo tenía el primer puesto de la fila de los
lunes garantizado. Con mis trece años de edad no eran muchas cosas
las que podía contar. Mi hermano Tincho tenía nueve y el Betito
había cumplido cinco. Todavía era la época en que aún éramos
capaces de jugar juntos, luego la adolescencia me secuestraría y
comenzaría a buscar otras cosas. Honestamente creo que yo ya estaba
pensando en eso de la vocación, y cierta noche se me ocurrió probar
ser tragafuegos. Lejos de la vigilancia de los padres, luego de un
soberbio trago de alcohol de farmacia y armado de un fósforo, me
quemé la cara. Me achicarré las pestañas y los cachetes.
Felizmente me salvé de las cicatrices y por obvias razones descarté
para siempre el oficio de cirquero.
Junto a mis dos primos completábamos
la comparsa, ellos eran más pequeños que mi hermano menor, así que
en las fotos nos formaban a todos como zampoña. Hoy en día aún
parecemos una zampoña, lo lamentable es que otra vez he vuelto a ser
el más pequeño. Con mis amigos treintañeros siempre nos hacemos la
misma pregunta. ¿Qué siempre hay comido estos changos? La vida se
va haciendo con esos detalles. Conservamos imágenes, atesoramos
recuerdos, acumulamos memoria y perdemos pelo. A papá y a mamá,
cuando los imagino en mi cabeza, muchas veces los recuerdo con la
fisonomía y rasgos de esa época. Me parecían tan jóvenes y
repletos de energía. A mi abuela la recuerdo tejiendo chompas y a mi
abuelo limpiando los vidrios del cementerio con una devoción
inexplicable.
El tres de junio de ese año era
también miércoles. Desde muy temprano ya todo el mundo estaba de
pié, bañado y con ropa de domingo. Mamá preparaba la comida,
mientras papá nos peinaba a cada uno con raya al costado. Compramos
una botella de gaseosa retornable de dos litros (creo que aún eran de
vidrio). Nos fuimos a la sala más bonita de casa, pusimos música,
oíamos noticias y esperábamos “al joven del CENSO”. Tocó el
timbre y era toda una fiesta. “¡Ahistá, ahistá, ahistá... ha
llegado!” Han pasado Veinte años, cinco meses y dieciocho días.
Me parece todo tan fresco todavía.
El Diario |
Casi diez años después yo ya
estaba lejos de la casa de los papás, estudiando afanósamente para no perder ninguna materia en el semestre y enamorado hasta la
patas. Junto a los compañeros de casa, y con mucha menos solemnidad,
esperamos a nuestro amigo Otho, quien había sido designado para ser
“el joven del CENSO” en esa ocasión. En Bolivia somos ocho
millones docientos setenta y cuatro mil trecientos veinticinco
habitantes, nos dijeron tiempo después, y lo celebramos con
redoblada alegría. Tenía veintidós años y junto a los amigos de
la universidad perfeccionábamos un plan para conquistar el mundo.
Éramos jóvenes y bellos, como dicen los griegos, y nuestro plan
funcionó a medias, pero funcionó. Once años más tarde mi hermano
Tincho peina a las “wawas” con raya al costado. Mis amigos y
amigas del colegio y la universidad construyen sus propias vidas. Mis
ahijados debaten sesudamente si tendrán o no hijos
pronto. Suena el timbre y en la casa hay revuelo. Nos hemos juntado
todos y mi mamá con la misma voz de hace 20 años grita toda
emocionada: “¡Ahistá, ahistá, ahistá... el joven del CENSO!”
Cuántas cosas suceden bajo el
pretexto de sumar números. Detrás de cada uno de ellos hay una
vida, atada a cientos de otras vidas.