El tema
de las religiones está repleto de historias bonitas, que nos hablan
de lo divino de una manera conmovedora. Casi todos nosotros hemos
crecido con las historias de los Dioses griegos. Seres con figuras de
hombres y mujeres, que desde su Olimpo miran a su pueblo de mortales.
Fantásticos poderes les permiten controlar los fenómenos naturales
y la voluntad humana. Su cercanía con nosotros es tan grande que
circulan en medio nuestro disfrazados y somos incapaces de
reconocelos. En ciertas ocasiones nuestra belleza los arrebata en
grado tal, que se enamoran, y el sexo se convierte en el pretexto de
la gloria. Así nacen semidioses que se harán héroes y de quienes
se contarán leyendas.
También
en América supimos del nombre de nuestros divinos protectores. El
panteón andino, por ejemplo, nos habla de Tunupa, Viracocha
y el Inti. Manco Capac y Mama Ocllo serán los
hijos del sol, que descendidos a esta tierra mortal fundarán con su
vara el imperio de los cuatro Suyos. Son iniciadores de una estirpe
de Incas que escribirán una de las páginas más importantes de la
historia universal. En el amazonas es otra la experiencia de Dios y
por eso preferían hablar de Achanes,
que son los espíritus que habitan cada cosa. Cada árbol del bosque,
cada animal del monte y en el interior de cada sujeto habita un
achane, que cuida y
protege la vida y se interrelaciona con todo lo viviente. Será por
eso que aman tanto a las bestias y la inmensidad de su verdura, pues
cada muerte es de alguna manera morir uno mismo un poquito.
Entre los pueblos monoteístas se impuso la imagen de un padre
creador de todo lo existente. Un único Dios que es dueño de todo y
bajo su gobierno está la totalidad de la vida y la historia. Alá
para los musulmanes y Yahveh para los judíos es el Dios Padre, el
nombre impronunciable, el absoluto y lo infinitamente otro.
Inconmensurable, indescriptible, el Rey de Reyes y Señor de todas
las cosas. Pero no deja de ser llamativo que en el principio de la
historia Dios haya sido antes Dios Madre. Los pueblos más antiguos
la adoraban y respetaban tanto como nosotros a la Pachamama. Y es que
¿quién hace posible la vida, sino es ese útero inmenso en el que
germinan todos los nombres y sus existencias?
Por eso el nacimiento de un crio de una familia pobre en Belén nos
resulta tan contradictorio. Una madre casi adolescente y su marido
caminan en burro, desde Nazareth hasta el pueblo donde habían de
censarse. Es como mirar a cualquier familia migrante que vive en
nuestras ciudades tomar la flota rumbo a su pueblo en el campo. Son
ellos dos y el niño dentro de la panza los protagonistas de la Buena
Noticia para el mundo entero. No tienen súper poderes, ninguno ha
bajado desde el cielo disfrazado, no son los fundadores de un reino
cuyos palacios rebosan en oro. Son un par de campesinos que no saben
nada más que su presente. Una familia que ama la vida y ama a Dios
con devoción, y están dispuestos a sacar adelante al hijo que van
hacer nacer en un establo junto a los animales.
Extraños son los modos en que Dios se da a conocer. Cada uno nos
ofrece una imagen en la que le queremos mirar y escuchar su voluntad.
Ciertamente la familia de Nazareth es una revolución, pues nos
enseña que nuestra esperanza y salvación está en la periferia de
la historia. Con los argumentos de los pobres hemos de transformar el
mundo, para que todos vivan dignamente; y seamos capaces de decir
Dios a partir de nuestra solidaridad.