La fiesta
de Navidad poseé una gran cantidad de facetas. La que predomina es
la de las vitrinas y los comercios. La televisión y la radio atestan
nuestro cerebro con la consigna: “despilfarre su dinero ahora”.
Junto a la efervescencia mercantil están las legiones de mendigos,
que literalmente se toman las calles y las esquinas de las ciudades.
Asimismo nunca faltan las campañas de solidaridad y sus alcancías
recolectando las monedas de todo el mundo.
Nunca
está por demás decir que toda esa indecente manía de los regalos
nos la metieron entre nuestras costumbres como la infección de un
virus de computación. Sin mayor explicación la navidad es para la
gran mayoría un sinónimo de compras y ventas. Entonces aquello se
vuelve el fin mismo de la fiesta y se acabó. Tal como lo hemos
dicho, la otra cara de esta farsa, auspiciada por el mercado, son los
mendigos. Una verdadera empresa de pedigüeños que tuercen la cara y
usan a los niños para que, generando la mayor lástima posible,
puedan reunir una cantidad de plata sorprendente. Hace algunos años
alguien se dio a la tarea de averiguar cómo era posible semejante
multiplicación de pobres pululando las calles durante las fiestas de
fin de año. Descubrió que gente de la ciudad viaja al campo, va y
trae mujeres y niños con los mocos en la cara, los aloja durante
tres meses y cobra una comisión diaria de “sus peones”.
No son
menos burdas y ridículas las campañas “por la sonrisa de un
niño”. Cientos de miles de instituciones, ONG's, medios de
comunicación, iglesias y hasta bancos, se dan a la tarea de recaudar
fondos y juguetes. En un ejercicio de megalomanía inclusive se
llenan estadiums de madres e hijos que van detrás de una baratija de
plástico. Como las madres de los críos no son tontas, se conocen de
memoria la cantidad de campañas y los lugares donde se reparten
“gratis” regalos. Literalmente hacen un rosario de estaciones
recogiendo de cada una su respectiva baratija de plástico, su tajada
de panetón duro y un vaso de cocoa estirada. Todo esto nos sirve
para quedarnos con la conciencia tranquila todo un año. Porque
nuestro mayor ejercicio de solidaridad fue echar cincuenta centavos a
una alcancía y ver por la tele a los pobres gozar agradecidos de
nuestro desprendido gesto.
Pero no
es sólo esto lo que nos regala la navidad. También existen
versiones domésticas y hasta desconocidas de la conmemoración del
nacimiento de Jesús-Cristo. Se trata de una RE-UNIÓN, en casa y
cerca de los nuestros. En torno a un nacimiento de figuritas de
estuco recordamos a la familia de Nazareth, pariendo un hijo en un
establo. En algunas casas se acostumbra armar un nacimiento repleto
de miniaturas emulando medio oriente o distintas partes del mundo,
cuyos habitantes van a adorar al niño Dios. En los valles es muy
común ver a los pequeños danzando villancicos para adorar a Jesús
niño. Junto a todo esto hay una verdadera liturgia en torno a las
comidas; el chancho relleno, la famosa picana y el pavo son las
preferencias infaltables de la Noche Buena. Pero cuando la plata no
alcanza cualquier comida es buena. Probablemente esto es lo único
que queda de lo que originalmente representaba la Natividad.
Conmemorar la acción de Dios en el mundo y celebrar el amor entre
nosotros. Tener un buen pretexto para abrazarnos y mirarnos las caras
a la hora de compartir un plato de comida. Mas también, renovar la
esperanza en un mundo nuevo, donde los pobres no sean mercancía y ni
nosotros unos títeres.