La función sacerdotal y el ministerio en el Antiguo Testamento consistía en hacerse cargo de
las funciones religiosas y en la presidencia de las prácticas
rituales. El sacerdote intercedía por la prosperidad del pueblo y lo
hacía en el acto de bendecir a la comunidad creyente. Por otra parte
no era extraño que una de sus atribuciones haya sido la de
pronunciar oráculos, pues era el nexo entre Dios y el pueblo. Para
el tiempo correspondiente a la redacción del AT la función
sacerdotal está profundamente ligada a las diversas instituciones
vinculadas al Estado. De hecho la religión para Israel es una
cuestión de Estado. Es en el pueblo “escogido” y en sus
instituciones donde se ha manifestado a voluntad de Dios de hacer de
ese pueblo un pueblo bendecido y en pos de las promesas de su Señor.
El sacerdote ejerce su servicio con una referencia completa al
Estado, pues es en él donde se materializa un largo camino que viene
desde el Exilio y quiere hacerse patente en la tierra prometida.
En el cristianismo, en cambio, en
sus primeras décadas de gestación presenta una estructura diferente
de organización. El periodo carismático introduce en la comunidad
una clara conciencia corresponsabilidad con el proceso, en donde es
necesario e indispensable poner todos los dones al servicio del
cuerpo; como diría Pablo. La comunidad define tareas y prioridades y
los ministerios se distribuyen entre todos de acuerdo a su capacidad
y experiencia. Infelizmente tras la alianza con el imperio y la
legitimación de una estructura estamental terminaron pervirtiendo el
modelo. En la actualidad trabajamos para recuperar el sentido de la
ministerialidad desde las fuentes, pero también de la mano con los
signos de la historia.
Comprometerse es estar al servicio
de la comunidad cristiana en primera instancia, pero también al
servicio de toda la comunidad humana. El evangelio ha roto
radicalmente con el vínculo a Dios a través de un templo o un
Pueblo-Estado. Exige de los cristianos actitudes que afecten y
transformen estructuras de injusticia y opresión en todo tiempo y
lugar. Si bien aún caminamos bajo un modelo de sacerdocio demasiado
ligado al paradigma del AT y por otra parte venimos saliendo de una
relación Iglesia-Estado muy complicada y polémica; es menester una
conversión activa e inquebrantable a favor del pobre y en
solidaridad con un mundo herido. Los tiempos que corren suponen
incontestablemente situarse en torno a un pueblo, su realidad y entre
sus fronteras.
Si bien provenimos de una tradición
que marca un claro punto de quiebre con la tradición judía, la
historia fue resignificando las cosas. A nivel de práctica
ministerial, el sacerdocio, en términos generales, se sigue
comprendiendo como una casta privilegiada sesgada del resto del
pueblo creyente. Se sigue manteniendo cierta relación con el poder
político estatal, la potestad sobre lo cultual y la mediación entre
lo fano y lo profano. Ante estas influencias la comunidad, entendida
como cuerpo y corresponsable del sostenimiento de la Iglesia, sede
ante esa estructura separada del pueblo y distante a sus
problemáticas. Persiste el mantenimiento de esa estructura en
desmedro del avivamiento de la fe del pueblo y la práctica sus
diversos carismas. Debemos recuperar a los presbíteros y estos deben
pertenecer a la comunidad, vivir sus problemáticas y formarse como
ministros en función a su realidad.