La cuaresma es un tiempo litúrgico celebrado por la gran mayoría de
las iglesias cristianas. Comprende cuarenta días de espera y
preparación, desde el miércoles de ceniza hasta las vísperas de la
Pascua. Es decir, es un momento largo de oración y reflexión, que
debería disponer los ánimos y los afectos para una digna
celebración de la Semana Santa. En la Iglesia católica, el gesto de
ponerse una ceniza en la frente deriva de una antigua práctica
judía. Cuando alguna persona hacía penitencia, se vestía de
harapos y se echaba cantidades abundantes de ceniza en la cabeza. Era
un acto de arrepentimiento y solicitud de perdón a Dios, rogándole
absuelva todos los pecados e infidelidades. Gran parte de este
sentido se conserva, pero toda esta pena concluiría con la
celebración de la Resurrección de Cristo, gracias a quien hemos
comprendido la potencia del amor y encontrando el sentido de la vida.
Este año nuestra cuaresma tendrá unas exigencias mucho mayores. La
Iglesia entera deberá ponerse en oración y discernimiento, para
considerar el futuro del cristianismo. Habrá que evaluar nuestra
vida de creyentes y preguntarnos si hemos sido fieles al Evangelio.
Tendremos que revisar cuidadosamente y con humildad nuestros errores.
El pueblo de Dios y los ministros de la Iglesia (obispos, presbíteros
y diáconos) necesitarán sentarse en la misma mesa y mirarse a los
ojos, para compartir los sueños, las esperanzas y los horizontes.
Todo esto obviamente a razón de la renuncia de nuestro Papa
Benedicto XVI, a quien llamamos “Papa” de cariño, pues el
sustantivo no es ningún título; sólo quiere decir papá. La única
dignidad que posee es la de ser el obispo de Roma. Sin embargo, como
ocupa el cargo que ejerció el apóstol Pedro, los cristianos
católicos le hemos reconocido como cabeza visible de la Iglesia y el
más importante entre todos los obispos.
La elección de un nuevo Obispo para Roma significa al mismo tiempo
definir quien será la persona que cuide de toda la Iglesia y
administre adecuadamente su Misión. El Apóstol Pablo, cuando
hablaba de la Iglesia, decía que ésta era como un cuerpo cuya única
cabeza es Cristo; todos los demás son parte de un organismo con
distintos dones, carismas y cualidades. En tanto que, la misión de
la Iglesia no es otra que luchar por la justicia, actuar en favor de
los pobres, trabajar para liberar a los oprimidos y proclamar al amor
como la respuesta suprema a todos los males. En consecuencia, nuestro
futuro Papa tendrá que asumir valientemente esa ardua labor y exigir
a todos los cristianos vivir plenamente la Buena Nueva del Reino de
Dios.
Por encima del obispo de Roma y de todos los obispos del mundo está
el Concilio. El cual es una reunión celebrada cada cierto tiempo
para evaluar y actualizar la Misión de la Iglesia. El último
Concilio fue el Vaticano II y acabamos de conmemorar nada menos que
50 años del inicio de sus sesiones. Ese evento se clausuró en 1965
con la entrega de un documento que busca la transformación de la
Iglesia. Demanda dialogar con la realidad y recuperar la vocación
profética, exige celebrar con la vida misma la eucaristía, libarse
de una estructura acartonada y burguesa; para finalmente mostrar con
nuestras obras la acción de Cristo en la historia. Los dos últimos
Papas, el que dimite y el finado Juan Pablo II, olvidaron que su
tarea principal era llevar a plenitud las constituciones,
declaraciones y decretos de dicho Concilio. ¡Qué en esta cuaresma
ilumine a la Iglesia!