Don
Helder Cámara resumía de esta manera el modo en que él mismo
entendía el evangelio: “A mí me emocionan estos pequeños
detalles: el Señor había preparado el fuego para asar los peces.
Aun después de su resurrección, el Señor sigue teniendo estos
detalles… Me encanta la delicadeza de Dios. Y he aquí otro
detalle: después de la muerte de Jesús, Pedro, que debía ser el
jefe de los apóstoles, el primer papa, se encuentra allí desnudo,
intentando pescar. Me gusta esta simplicidad. ¿Por qué habremos
complicado de tal manera las cosas? ¿Por qué no hemos conservado la
sencillez de Cristo y de sus discípulos?”
Es esa la
verdad de las cosas y no otra. Jesús el Cristo fue un predicador
itinerante, hijo de una familia pobre de Nazaret. Cada uno de los
días que completaron sus 33 años, hasta las horas de su asesinato,
los vivió junto a los pobres, los enfermos, los discriminados y los
oprimidos. Los discípulos del Hijo de Dios eran pescadores,
campesinos y comerciantes. Habían también amas de casa, vendedoras
y hasta trabajadoras sexuales. Tal como lo relata Don Helder, es con
esa sencillez con la que acontece la acción de Dios. De hecho es en
ese lugar geográfico y en medio de esa realidad humana donde ocurre
el misterio de la salvación. Dios vino al mundo y se encarnó, “le
pareció que la mejor manera de estar presente en todas partes
consistía en elegir un pequeño rincón del mundo, una determinada
cultura, un determinado idioma. Es una gran lección para todos
nosotros… No hemos sido creados para vivir en el vacío, ¡de
ninguna manera! Hemos sido creados para encarnarnos en algún rincón
del mundo, allí donde la vida nos ha puesto o donde nos ha llevado
la voluntad de Dios.”
Por
tanto, los cristianos estamos llamados a vivir y anunciar el
evangelio más o menos en las mismas condiciones. En otras palabras,
todas y todos estamos convocados a llevar la Buena Noticia en medio
de los pobres, y viviendo de una manera tal que nada material nos
esclavice o sirva para acumular poder. Por eso en 1965 se atrevió a
decirle al Papa Paulo VI: “Santo Padre, abandone su título de rey,
y vamos reconstruir la Iglesia como nuestro Maestro, siendo pobre.
Deje los palacios del Vaticano, vaya a vivir en una casa en la
periferia de Roma. Hasta puede tener una plaza para saludar y
bendecir a las ovejas. Después, Santo Padre, invite a todos los
obispos a largar todo lo que indica poder, majestad: báculos,
solideos, mitras, fajas pectorales, batas rojas. Vamos a amontonar
todo en la Plaza de San Pedro y hacer una gran fogata, diciendo de
pecho abierto para el pueblo: Vean, no somos más príncipes
medievales. No vivimos más en palacios. Todos somos pastores, somos
pobres, somos hermanos.”
Mas o
menos por la misma época Don Helder fue nombrado arzobispo de la
diócesis de Recife. Entonces el profeta decidió vestir desde ese
día una especie de sotana blanca. Con un cordoncillo ordinario se
ató su cruz de madera al cuello. Entregó las llaves del palacio
episcopal de San José de los Manguinhos y se marchó vivir en la
sacristía de la Iglesia de las Fronteras. Construyó al lado un
cuartito donde tenía su cama y una mesa. Su extraordinaria lucidez y
carisma destellaban a la hora de hablar de los pobres y la justicia.
Para celebrar la liturgia el vestido blanco y su estola eran el único
atavío. Inclusive en los acontecimiento más solemnes en Roma él
era el mismo, marchitando el brillo de la seda de los cardenales y
toda la pompa vaticana.