La diferencia no siempre estuvo de moda. De hecho la diferencia solía ser mal vista, al extremo que la respuesta más inteligente de algunas sociedades fue hacerla desaparecer. Era un extraño complejo que exacerbaba aquello propio y único, que hace a determinado pueblo distinto a los demás, para proclamar ufanos que ese era el inefable modo posible de ser en la historia. Si bien los episodios que ocurrieron con estos argumentos se repitieron en distintos momentos de nuestra existencia, los ejemplos más próximos a nuestro presente vienen de la mano de una manera de comprender la realidad. Una revolución del pensamiento que se gestó en occidente y cuyas acciones más dementes estuvieron dispuestas a aniquilar toda la vida del planeta.
El
racionalismo, el positivismo y la modernidad darán lugar a una
reconfiguración gravitacional de las ideas. El centro de atracción
y fuerza propulsora del nuevo orden es el ser humano: el Hombre. La
historia debe dejar de ser una maraña desordenada y caótica para
comenzar a pensarla como un proyecto universal que ha de escalar
escaños en pos de la civilización, el progreso y el desarrollo. El
relanzamiento de las ciencias humanas y sociales buscará hacer
posible tal fin. El derecho, luego de la guerra fratricida europea,
convertida en una memoria mundial, declarará la igualdad de los
sujetos ante la ley. La historia se someterá al historicismo, el
comportamiento humano al psicologismo; e inclusive el arte será
valorado desde la conciencia estética.
Luego de
padecer todos los excesos y comprobar que no habíamos llegado al
“Fin de la Historia”, muchos pensadores comenzaron a decretar
nuestro tránsito a la posmodernidad. Ciertamente estamos viviendo
eso que llamamos un cambio de paradigma. Aquello que, desde la
interpretación occidental, se manifiesta en el rechazo al
racionalismo, el quemeimportismo socio-político y una exaltación
del individualismo; la configuración de unas sociedades líquidas
sin horizonte ni futuro. No obstante, desde esos lugares intitulados
como el “Tercer Mundo”, fueron surgiendo discursos,
interpretaciones y teorías que se lanzaron al rescate lo local, lo
marginal y hasta lo doméstico. Aunque todavía vivimos en medio de
estructuras y modelos de corte moderno, y la historia misma se narra
a partir del 11 de septiembre; es desde los márgenes de la humanidad
de donde se contempla al mundo y sus manifestaciones sociales,
expresadas y vivas en su particularidad.
La
Iglesia cristiana católica se encuentra ante el tremendo desafío de
una transición de gobierno, pero obviamente allí no se termina el
trance. El cristianismo tiene una deuda pendiente con el Evangelio,
con su tradición, con el Concilio Vaticano II y con los pueblos y
culturas de mundo. Nos guste o no, la fe cristiana fue parte del
programa occidental de homogeneización de la humanidad. Conocemos
bien lo que pasó en la Colonia bajo otro esquema de pensamiento,
pero durante la República el daño no fue menor. Hoy nos enfrentamos
a la urgente necesidad de pensar el evangelio de manera
intercultural, del mismo modo en que se gesto en sus orígenes en
medio de la cultura grecolatina y judaica. El propio Jesús-Cristo
nos convoca a encarnar la Buena Noticia en el pueblo, el Vaticano II
nos llama a vivir nuestra fe desde las fuentes culturales, y la
realidad nos impele a abrirnos a la diversidad. Tenemos que recuperar
todo lo que esté en peligro de desaparecer, pues la Gloria de Dios
es que el Ser Humano viva.