Llegué a
Venezuela durante la segunda mitad del 2004. Fue un viaje bastante
entretenido, si tomamos en cuenta algunos incidentes pintorescos del
camino que hice por tierra. Mi destino era Puerto Ordáz y más tarde
seguiría camino rumbo a Tauca, donde pasaría tres meses en la
Universidad Indígena de Venezuela. Una universidad rural, pensada
para formar a los jóvenes indígenas en ramas técnicas y
agropecuarias; revalorizando las fuentes culturales, la lengua y sus
tradiciones. Sólo después de ese tiempo me iría a Caracas, para
compartir en la capital los propósitos de mi visita y mi trabajo. Se
trataba fundamentalmente de tejer redes de cooperación entre los
países de la Pan-Amazonía.
Puerto
Ordáz es una ciudad moderna que colinda inmediatamente con Ciudad
Guayana. Ambas son las hermosas custodias de la confluencia del río
Orinoco y el Caroní. Allí mismo se extiende la segunda represa más
grande del mundo, cuyo embalse se llama Guri. Sin demora tomé el
transporte interprovincial hasta la Universidad Indígena, donde
viviría en carne y hueso una experiencia conmovedora. La casa de
formación para los pueblos indígenas no era un proyecto del
Gobierno, pero sin duda encontró el respaldo jurídico para existir
a partir de la Nueva Constitución Bolivariana. Ese lugar, al que
llegué casi por azares del destino, me haría testigo de cosas
inauditas.
De los
cerca de 50 estudiantes que habían en ese tiempo, apenas unos
cuantos contaban con cedula de identidad. Aquellos días, convocados
por las campañas de carnetización, esos muchachos “sin nombre”,
entre 20 y 25 años de edad, serían por fin ciudadanos del país en
el que habían nacido. En otra ocasión fuimos al poblado vecino a
hacernos un chequeo médico. Como iba de colado pasé con la
internista a hacerle unas consultas. Era una cubana grandota y linda
que con voz caribeña me dice: “Miré papito, si eso necesita
operación no se preocupe, que lo llevamos a la Habana y lo traemos
de vuelta sanito; y de la plata no se preocupe”. Mas tarde toda una
brigada médica se apersonó a la universidad para las vacunas. El
día que salimos a abastecernos de víveres, estacionamos la
camioneta en el MERCAL del pueblo. Allí podíamos adquirir todo lo
necesario para vivir un mes con un 40% menos del dinero necesario en
cualquier otra tienda. Honestamente, no podía creer que todo lo que
estaba viviendo sea cierto.
Ese mismo
año yo lamentaba enormemente el regreso de Sánchez de Lozada al
poder, para colmo, luego de haber tenido de presidente al Dictador y
su delfín. Miraba lo que pasaba en Venezuela y me sentía triste,
porque creía que era imposible pensar que cosas semejantes
ocurrieran en mi país. El presidente de aquel lugar era todavía un
ilustre desconocido, tanto así que apenas tenía noticias del Golpe
de Estado del 2002. Sin embargo, allí todo el mundo hablaba de
Chavéz, era un hervidero de buenas y malas impresiones. Caracas no
me gustó mucho, pues no es una ciudad bonita. Allí conocí puente
Llaguno y vi de lejitos Miraflores. Si bien la estética de la ciudad
me decepcionó, la conciencia política y social de su población me
impresionó. Todos leían la Constitución, todos tenían una palabra
sobre el proceso y muchísima gente estaba convencida de que “el
Comandante” había hecho posible todo aquello. Quizás mi opinión
no cuenta, pues sólo fui un visitante; pero tras ver todo cuanto ha
sucedido en torno al ataúd del finado empiezo a creer que no estaba
equivocado.