El reto
de los teólogos es recuperar la sabiduría. Esto supone ir más allá
de lo que conservan las bibliotecas. La lectura popular y la lectura
académica de nuestra experiencia de Dios comparten exactamente el
mismo punto de partida: la fe. Si bien el quehacer teológico es una
labor científica y por eso mismo rigurosa, no se nos tiene que
olvidar que somos creyentes. Por tanto, cuando nos volcamos a
comprender la tradición y nos arrojamos a la “crítica” de la
historia, no podemos quedarnos apenas con lo que nos dicen los
manuales de historiografía. Existen micro-relatos poblando los
argumentos de los macro-relatos, es allí donde precisamos llegar.
¿Dónde
están los datos? Nuestra respuesta es: en la tradición. Leemos la
Biblia, posteriormente nos acercamos a lo que dijeron en la
patrística y también hemos de repasar lo que dice la teología
hoy. Ahora bien, no se hace solamente una lectura y recopilación,
sino una crítica. La critica da lugar al diálogo donde uno se
enfrenta en los conflictos que genera ese debate. Por medio de ese
diálogo viene una conversión intelectual moral y religiosa. Cuando
un cristiano ha mirado la revelación ha interpretado. Ve que hay
unas consecuencias y entonces tiene que tomar una decisión. Una vez
acontece esto viene para el teólogo la tarea de explicitar lo que le
ha pasado. A esto se llama la explicitación de los fundamentos de su conversión. En un
segundo momento se profundiza sobre las doctrinas, luego viene la
sistematización; y todo proseguirá hasta la comunicación. La
conversión es un proceso intimo, no obstante, no es un proceso
individual. Es así como se hace tangible la labor del teólogo: “No
se puede enseñar a creer, pero puedes aprender a comunicar tu fe”.
Por todo esto, la conversión es un ejercicio cotidiano y
existencial.

