Dejó el café listo, mandó a los niños a la escuela,
se despidió del marido con un pico y salió. Cruzaba el camino que
lleva al río cuando fue sorprendida por Fonseca, quien venía con
los otros siete matones del patrón. El esposo la encontró un día
después. Tenía un golpe en la cabeza que le había dejado una
cortadura profunda, moretes y magulladuras por todo el cuerpo y el
semen de los ocho escurriéndole de la vagina junto con la sangre.
Despertó al día siguiente, el marido ya tenía todas las cosas
listas. A las seis de la tarde, ella, él y los niños salieron de la
ciudad sin despedirse de nadie. Los médicos le han dicho que lo que
tiene es síndrome postraumático severo. Ella no entiende de esas
cosas, sólo desearía dejar de escuchar voces, de sentirse tan
miserable y encontrar el modo de acabar todo el odio que le circula.
Cuando está sola se pregunta una y otra vez “¿qué diablos fue lo
que pasó?”
Desde chico su residencia fue el camino. La primera vez
la recuerda en medio de sombras. La madre lo arrastraba de un brazo
mientras llevaba a su hermana en la espalda. Su padre recogió una
olla, un par de zapatos, un vestido y una vieja cuchara de palo. Todo
lo demás se lo comió el fuego. Apresuraron la marcha cuando oyeron
los tiros, los cuales se confundían con la madera reventando en
medio de las llamas. Luego sus recuerdos se convirtieron en una
recurrencia. Fueron ocho veces antes de terminar en la ciudad. Allí
no se puede sembrar maíz para hacer la fiesta, tampoco hay yuca para
el casabe, el pumé nadie lo entiende y en la escuela no le
dejaban quitarse los zapatos para corretear en el césped. Cuando se
hizo grande se obstinó por recuperar la tierra de su padre. Un
soleado sábado de abril encaró al ganadero en medio de una campaña
política. “Devuélveme las tierras de mi gente”- le dijo.
“Delincuente y ladrón” - también le dijo. Años más tarde
apareció en la prensa y la televisión. Su muerte le interesó más
a la crónica roja. Sus demandas nunca salieron en el noticiero de
las ocho.
La niña acababa de cumplir 17. La pandilla del barrio
le tenía echado el ojo desde hace tiempo. Su padre temía lo peor y
le dijo a su mujer que se iban. Eran nueve en total, el más pequeño
de los siete hijos todavía estaba en la panza. Viajaron 24 horas y
se instalaron en una pequeña ciudad fronteriza. Ambos vendían
gelatina en la plaza Bolívar. Tres meses más tarde él le dijo a su
esposa que volvería a la capital y les llamaría apenas tuviese
empleo y una casa en un barrio tranquilo. Pasaron seis meses, Matías
cumplió con buen peso sus primeras semanas de vida. La llamada no
llegó nunca y el desespero se multiplicó con cada día. La plata de
la gelatina ya no alcanzaba para nada. Ella y los siete críos
treparon en un bus de regreso. Ayer se ha cumplido un año y dos
meses que no saben nada de él. Ella quiere creer que la ha
abandonado, es infinitamente preferible a pensar que esté muerto.
Viven en una habitación de cuatro por seis. Sin perder el buen humor
afirma: “Cuando hay qué comer se come y cuando no, ni modo”.
Lo tomaron preso acusado de sublevación. En un juicio
amañado, los dirigentes de la ciudad consiguieron una condena a
muerte usando falsos testigos. Antes de llevarlo a morir lo molieron
a golpes. Sus amigos, amigas y seguidores huyeron y se escondieron
por el miedo a correr la misma suerte. Apenas su madre y un joven
asistieron a la ejecución. Falleció hacia las cuatro de la tarde.
Está enterrado en un lugar que ya nadie.