Desde un punto de vista teológico, el cristianismo nace con la
predicación de Pablo de Tarso. Aunque conocería de la vida de Jesús
en segunda instancia, fue él quien mejor comprendería lo que
significaba el mensaje del Evangelio y de la Cruz. La importancia y
genialidad del “Apóstol” radica en su vida misma y su tarea de
síntesis. Como sabemos él tiene formación judía y grecorromana,
por tanto fue capaz de comprender el núcleo del judaísmo y el
núcleo de la tradición romana desde una opción de fe profunda. A
partir de ahí se propuso replantear y resignificar la realidad. En
otras palabras, Pablo reelaboró la imagen de Dios en ambas
tradiciones y propicio la emergencia del cristianismo.
Tal reformulación implica un cuestionamiento al núcleo desde el
cual están construidas las tradiciones. Es un proyecto tremendamente
político, pues se está debatiendo los fundamentos desde donde se
construye la sociedad. Por eso afirma que una vida bien vivida no se
da por el cumplimiento de la ley, sino por el cuidado con el ser
humano. Para Pablo la ley siempre corre el riesgo de negar al ser
humano como sujeto. Sin embargo, la voluntad divina es que el ser
humano viva; o dicho en nuestros términos, Dios quiere que los seres
humanos nos hagamos sujetos. De eso depende que nosotros seamos
capaces de tratarnos como hermanos y cancelar toda posibilidad de
violencia.
Pablo llega a la conclusión de que la ley por sí misma no salva. No
es difícil entenderlo cuando nos damos cuenta de que Jesús terminó
muerto por la ley judía y por la ley romana al mismo tiempo. Estamos
delante de un problema universal, que nos muestra que hemos
superpuesto el “deber ser” por encima de la caridad y la
solidaridad. Cuando Pablo habla de la justificación por medio de la
fe, él se está refiriendo a la construcción de una sociedad nueva
y una nueva creación. Obviamente esto no tiene nada que ver con
ningún movimiento carismático o espiritualista, pues estaríamos
alienando toda la experiencia religiosa. Se trata de convertirnos al
Evangelio y creer en lo que Jesús creía. La fe cristiana no
consiste en creer en Jesús, sino se trata en creer en la fe de
Jesús.
Pero entonces ¿cuál era la fe de Jesús? Debiera
ser sencillo llegar a la respuesta, pero la iglesias nos dicen que
hay que creen en unos dogmas. Lo que define nuestra condición de
creyentes no es una profesión de fe, sino el preocuparnos por saber
en qué creía Jesús y ponerlo en práctica. Eso es: dar de comer a
los hambrientos, trabajar por la justicia, buscar la paz, defender a
los oprimidos, sanar a los enfermos y auxiliar a los desamparados. En
eso creía Jesús y eso nos demuestra que lo teológico está
haciéndose efectivo en lo político y no dentro las paredes de un
templo. La salvación tiene que ver con darle legitimación a los
sujetos. La salvación por la fe no puede quedar reducida a una
versión espiritualizada de lo que Dios quiere para la vida.
Frente a esto ¿qué debemos hacer? La posibilidad de la liberación
está en la constitución y construcción del sujeto. Hemos de
preguntarnos cómo construir relaciones humanas y sociales donde siempre esté dada la innegociable necesidad de mirar al otro como
sujeto. Se trata de procesos que a lo largo del tiempo se han dado
por la acción de los pobres y los pequeños. Eso es lo único que ha
salvaguardado la existencia de la humanidad. Aunque aparezca lo
minoritario o la pequeña experiencia, desde allí podemos leer la
realidad de otra manera.