A dónde pertenecemos


Nos han taladrado la memoria y han cancelado nuestra ascendencia. Recordamos el tiempo prehispánico como una suerte de pre-historia, donde no hay seres humanos, ni cultura, ni pensamiento. Se trata de un tiempo mítico que se ha quedado encapsulado en los recodos de la tierra, guardando la sombra de gigantes y los vestigios de no-hombres. A pesar de que vivimos acá mismo, todo lo que sabemos de ese tiempo se asemeja mucho a unas leyendas sin pertenencia. Toda su materialidad son las huellas de unos que nunca fuimos nosotros, sino unos desaparecidos. Nos duelen más las ruinas de Babilonia, Egipto o Roma que las piedras y la arcilla que rompieron los invasores. Aprendimos de memoria las aventuras de Zeus, Afrodita y Poseidón, hasta los nombres de los rubios y transparentes Thor y Odín los conocemos mejor que nuestros dioses más primeros.

Debajo de ese entierro está un mundo repleto de vida, nutriendo nuestras ramas reverdecidas y alimentando las más viejas raíces. Es una realidad a la que todavía nos parecemos, se devuelve como un reflejo en nuestro espejo, pronuncia nuestro nombre y nos recuerda el suyo. Exactamente del mismo modo en que los dioses griegos y nórdicos comenzaron a ocupar una nueva geografía después de la incursión del cristianismo, asimismo aconteció con nuestros míticos creadores de la humanidad en esta parte de la tierra. Nunca desaparecieron del todo y el cristianismo se tuvo que construir desde ese lenguaje y esa experiencia religiosa sincrética.

En Latinoamérica somos herederos de una sociedad, que a pesar de haber superado una estructura de castas, no se ha desapegado del todo a los prejuicios racistas y elitistas de antes; con los cuales se ha moldeado nuestro continente los últimos cinco siglos. En el pasado para ser alguien dentro del escenario social había que demostrar un grado nobiliario y en el caso americano también se sumaba el tema de la pureza de sangre. Si bien hoy en día nada de eso es tema serio de conversación, muchas de sus razones están escondidas en conceptos como desarrollo, cultura, civilización, etc. Por eso mismo nos vemos impelidos a interpretar y comprender nuestra realidad desde las categorías occidentales. Las universidades nos enseñan el uso correcto de esos conceptos y esas ideas, pero ni por descuido se les ocurre que sería crucial aprender más sobre nuestro pasado, estudiar nuestros idiomas nativos, profundizar en nuestras matrices de pensamiento.

Para nosotros es absolutamente claro que Latinoamérica no es una extensión de occidente. A pesar de la horrorosa invasión y colonización europea, en su seno se han mantenido vivas las raíces más hondas de sus culturas. Se trata de unos aprendizajes y unas sabidurías que hoy mismo interactúan con los discursos y actualizan una propia comprensión del mundo, del hombre y de Dios. Fue desde nuestro continente, nombrado arbitrariamente como América, que se cultivó la conciencia de ser “Iguales aunque Diferentes”. Pues, si bien, nuestra humanidad comparte las mismas características de todos los habidos y reconocidos como humanos en el mundo, somos diferentes a la maqueta modelada desde occidente. Nuestra vida, nuestra cosmovisión, nuestra historia, la lingüisticidad, nuestras normas de convivencia, la organización sociocultural y hasta las preferencias estéticas son diferentes. Allí está nuestra belleza y la fuente de nuestro aporte a la humanidad, en nuestros pretextos para vivir y para morir.