Una vieja
bosa nova del grandioso Tom Jobim dibuja mejor que un retratista el
modo en que el brasilero mira la vida. En una de sus estrofas más
bellas la canción reza lo siguiente: A felicidade do pobre parece
a grande ilusão do carnaval, a gente trabalha o ano inteiro por um
momento de sonho, pra fazer a fantasia de rei ou de pirata ou
jardineira; e tudo se acabar na quarta feira. Tristeza não tem fim,
felicidade sim. Muchas veces esa también es la imagen que
nosotros mismos nos hemos hecho del Brasil. Es una de las 10
economías más grandes del mundo, nos compra el gas que mueve sus
industrias y calienta su arroz con poroto, es casi tan grande como un
continente; pero todo lo que sabemos de ellos se resume a su futbol,
las garotas y el carnaval. Es un pueblo que llega a nuestra
conciencia con cada febrero y durante las eliminatorias al mundial;
el resto del tiempo no existe. Por eso mismo no deja de sorprender
que millones de personas hayan tomado las calles para demandar una
transformación profunda. Pero ¿qué es exactamente lo que quieren
cambiar?
Inicialmente
las manifestaciones fueron un acto de repudio a los millonarios
gastos para la preparación del mundial de fútbol y los juegos
olímpicos. Paralelamente algunas de las ciudades más grandes
protestaron por el incremento del pasaje del transporte público. A
diferencia de nuestro país, en Brasil el transporte está
privatizado, pero a pesar de ello son los usuarios quienes mantienen
y subvencionan el servicio. El costo de operaciones esta cubierto en
un 80% por los pasajeros, mientras que los administradores privados y
los gobiernos locales apenas corren con el restante 20%. Inicialmente
la demanda era redistribuir los costos equitativamente en un 33% para
cada una de las partes. Sin embargo, otros empezaron a proponer que
el 100% del pasaje sea financiado por las empresas privadas, el
erario público y los dueños de vehículos particulares. Todo esto
apenas nos permitió visibilizar la punta de un iceberg capaz de
hundir el país entero.
Como
hemos podido ver, las protestas no estaban dirigidas ni a Dilma, ni a
su partido el PT. Los epicentros de las revueltas fueron inicialmente
Río y Sao Paulo. El gobernador de Río de Janeiro pertenece al PMDB,
un partido de centro derecha, mientras que el gobernador de Sao Paulo
pertenece al PSDB, también centrista y opositora a Rousseff. Ahora
bien, en la medida que los días fueron pasando las cosas comenzaron
a acaparar la totalidad de las urgencias nacionales. Por eso lo que
le sucede hoy al Brasil no tiene nada que ver con un proyecto
político, ni con una bandera ideológica. Se trata de millones de
personas demandando OTRO BRASIL, transformar estructuralmente las
condiciones de vida; pues la tierra de los penta-campeones del fútbol
también lidera los rankings de las desigualdades y las injusticias
sociales. La discriminación y el racismo es un tema no superado y
enraizado en desmedro de la población india y afrodescendiente. La
corrupción se ha vuelto un problema que literalmente se ha tomado al
Estado en todos sus niveles. Asimismo, el socialismo del sigo XXI se
ha puesto las ropas del desarrollo capitalista olvidando casi del
todo la inclusión social.
La
presidenta Dilma está entendiendo la gravedad de los hechos y lo
irreversible que se ha tornado todo. Ahora ya no se trata de bajar 10
centavos el precio del bus que lleva a la gente de su casa a su
trabajo, estamos a las puertas de una reforma constitucional.