Cuando
nos lanzamos a la comprensión del mundo y sus fenómenos es menester
aprovisionarnos de elementos que nos permitan verificar la veracidad
o falsabilidad de nuestras hipótesis. En el ámbito de las ciencias
exactas y naturales podemos llegar a probar con un margen mínimo de
error si nuestros cálculos y afirmaciones son ciertos. Por ejemplo,
la aceleración de los objetos atraídos por la fuerza de la gravedad
en la Tierra es de 9,81 metros por segundo al cuadrado.
Independientemente de su tamaño y peso los objetos caen al misma
velocidad. Es sólo la resistencia al aire la que nos hace pensar que
las aceleraciones son diferentes. El “mínimo” margen de error
radica en la posibilidad de que un día encontremos mejores
argumentos para explicar y entender a fuerza de la gravedad, por
tanto nos veremos obligados a negar todo o parte de lo que antes
afirmábamos como cierto.
Ahora
bien, cuando nos acercamos a lo humano, nuestra comprensión de lo
que somos no sigue las mismas reglas. Las ciencias humanas y sociales
no pueden hacer lo mismo que hacen los físicos o los biólogos. Es
decir, no se pueden hacer formulaciones universales sobre una
realidad paradójica y compleja como la nuestra. Para comprender lo
humano no es suficiente la mera abstracción, es indispensable
interpretar sus fenómenos y leerlos como un enmarañado tejido que
relaciones. Esto significa que hay serie infinita de particularidades
en cada ser humano y en cada sociedad, las cuales están
profundamente relacionadas con el tiempo y el espacio en que
acontecen. En otras palabras, aunque estamos sometidos a las mismas
leyes que rigen el universo, las preguntas que se intentan resolver
tienen que ver con lo que pensamos acerca de nuestra razón de
existir en el mundo. Es esa conciencia de la realidad la que hay que
desentrañar.
Nos
hacemos preguntas sobre la vida, el sentido que le damos a la muerte,
la conciencia y los atributos que le otorgamos a Dios, el modo en que
organizamos la sociedad y cómo definimos nuestra identidad. Estos
son algunos de los temas que no se pueden resolver con una fórmula
matemática o con una teoría. ¿Cuando morimos nos vamos al cielo o
nos disolvemos en la infinita transformación de la materia? ¿Dios
ha creado el mundo y todo cuanto conocemos o nosotros lo hemos creado
a él a nuestra imagen y semejanza? ¿Existen estructuras previas
para definir lo que ha de considerarse bueno o malo por un
determinado grupo? ¿Se puede saber cuál es la identidad de un
pueblo a partir de un ejercicio estadístico? Veámoslo de esta
manera, si en un censo incluyésemos al pregunta ¿Usted cree que
Dios existe?, ningún resultado, por abultado que sea, probaría la
existencia de Dios; sino únicamente la cantidad de personas que
creen en él.
Las
últimas semanas han sido motivo de las más barrocas digresiones en
torno a lo indígena y el dato censal. Unos lo utilizan casi con
mórbido regocijo para gritarle a los cuatro vientos que éste no es
un país de indios, que lo plurinacional es una farsa y que lo
mestizo siempre ha sido nuestra esencia ontológica. Los otros,
además de rascarse la cabeza, utilizan la misma retórica para
afirmar lo contrario. La identidad es un asunto existencial, cuya
afirmación o negación está atada a los hechos materiales, a la
historia de las relaciones humanas y a las significaciones que le
damos en el presente. Por tanto, que no se nos olvide que el dato del
censo no mide una existencia, sino el alcance de nuestra
PERTENENCIA.