El
logos
es la proeza más bella de lo que hoy en día llamamos la
interculturalidad del Evangelio. El sentido cristológico del término
logos,
presente en el evangelio de Juan, tiene unos alcances cruciales y
demuestra cómo el cristianismo transformó a las culturas en las que
se introdujo. Los cristianos adaptaron sus culturas al Evangelio,
pero no renunciaron a ellas. Dejaron de acudir a los oráculos y a
las sinagogas, pero no se olvidaron de hablar con Dios. Comprendían
el mundo y lo divino con las categorías que les ofrecía su lenguaje
y usaron de las mismas para expresar su propia interpretación de lo
divino desde Jesucristo. El logos
es una clara apuesta por la propia cultura, entendiéndola como
protagonista del hecho salvífico. Encarnando el misterio divino en
el lenguaje, los símbolos y las costumbres.
Al
igual que el mundo mediterráneo, nuestra “América” antes de
1492 era una realidad tremendamente polifacética y conmovedoramente
diversa. Cada pueblo recuerda a sus padres y madres más primeros con
nombre propio, y conoce la propia historia a través de una memoria
soportada en la palabra y transmitida por la oralidad. Bajo el
liderazgo de fundadores míticos aprendieron a decir con las vocales
y consonantes de su lengua el nombre de Dios. Ésta es la historia de
nuestra “salvación”. La Alianza con Dios fue siempre una sola y
está radicada en nuestra experiencia de lo divino a lo largo del
devenir histórico de nuestros pueblos. Todo esto dotará a nuestro
cristianismo de elementos singulares. Al igual que las comunidades
cristianas primitivas, emprenderíamos un largo trabajo de
interrogación, interpretación y comprensión.
Ahora
bien, la
estructura
eclesial
que
se instauró
en
América
en
el
siglo
XVI
nos impuso unas
formas
institucionales destinadas a sostener el modelo de Iglesia de la
cristiandad. Es decir, es una iglesia pensada como una empresa de
colonización y sometimiento. Inclusive hoy, a pesar
de
todos
los
cambios
impulsados
por
el
Concilio
Vaticano
II,
muchos de esos rasgos continúan presentes.
No
obstante,
en todo ese tiempo hasta nuestros días, dentro
de
América
se
han
ido
gestado
procesos
que
le
han
dado
una
dinámica
diferente a nuestras
iglesias
y a nuestro cristianismo.
En el pasado fueron memorables las misiones indígenas en mundo
andino y las Reducciones de Chiquitos y Moxos. En nuestro tiempo son
inolvidables las Comunidades Eclesiales de Base y el impulso que se
dio a las iglesias autóctonas.
En
el ámbito teológico, por siglos se repitieron discursos y modelos
como trasladando una plantilla inmutable sobre una superficie
transparente y muda. Sin embargo, sobrevendría
el
nacimiento
de
la
Teología
de
Liberación.
Ese
momento
histórico,
que
sucede
a
la
par
de un momento político, social y económico conflictivo en el
continente, marcará
una
etapa de
autodeterminación
y
de
madurez
de
nuestras
iglesias
locales.
La
solidaridad
con
el
pobre
y
la comprensión del
cristianismo
como
una
apuesta
por
los
violentados
y
excluidos
de la historia marcaría
el
cariz
profético
de
nuestra
teología y de nuestra praxis evangélica. De ese modo la iglesia
latinoamericana se comprometería por lo que se ha llamado la “Nueva
Evangelización”. Cumplido un año más de la desgraciada invasión
europea, recordamos también los argumentos de nuestra resurrección.
Hemos expulsado a los tiranos, pero hemos adoptado a Cristo, pues su
vida nos recuerda el sentido de la nuestra.