La
crisis del Estado-Nación es un hecho que repercute en todas las
entrañas humanas. No es un acontecimiento ligado únicamente al
aparato institucional o a la infraestructura desde la que se arma un
país. Es todo un pueblo que comienza a ser conciente de la imagen
que está reflejando en un espejo, y se da cuenta que se trata de una
grotesca deformación de lo que cree ser. Los Estados modernos,
construidos bajo el amparo del racionalismo decimonónico, son una
alegoría de lo que aquel mismo racionalismo pretendía de la
realidad. De hecho, la argumentación jurídica con la que se erigen
los cimientos y la paredes del Estado es el derecho positivo. Derecho
que observa y comprende a la patria como la Res-Pública. Una cosa,
un objeto, el positum
sin rostro, pero con un nombre propio que se encarga de homogeneizar
a cada una de las individualidades que la habitan. En ese sentido, no
parece nada extraño que haya sido en América donde la crisis ha
propiciado los argumentos para desbaratar esta aplanadora. Es aquí,
en una geografía increíblemente polifacética en la cual habitan
sociales y culturas de infinita diversidad, donde se ha parido el
primer intento por comprendernos de otra manera. ¿Será el “Estado
Plurinacional” la respuesta adecuada para este nuevo paradigma?
Existen
algunos precedentes que parecen conectarse con lo que nos pasa. En
España son bastante antiguas las reivindicaciones y anhelos
independentistas de catalanes, vascos, valencianos y gallegos.
Bélgica parece ser el resultado de un largo proceso de adaptación y
respeto a todas la diferencias que la habitan. En el ámbito
supranacional la Unión Europea ha protagonizado uno de los hitos más
significativos de las relaciones internacionales modernas. Después
de la guerra más atroz que hayamos conocido, el diminuto
subcontinente encaminó su futuro hacia la alianza política y
económica, que sirve ahora de ruta para los países
latinoamericanos. Ya no se trata de un emperador, un papa o un
reyezuelo lanzado a la conquista del mundo. Son los Estados-Nación
aventurados a la posibilidad de ser una unidad en la diversidad.
Pero, aunque todos estos ejemplos se parecen a nuestra realidad,
ninguno ha derrumbado al Estado-Nación en cuanto concepto y
realidad.
Obviamente
todo lo que nos pasa tiene que ver la fractura desgarradora y
violenta de la invasión y la colonia. Pues en los hechos, nuestras
repúblicas no son más que el artificio subsecuente de la lucha
entre españoles y criollos, por el control y la administración del
poder. Repúblicas para las cuales lo “indio” era un problema, la
civilización una necesidad, el desarrollo un imperativo y la
independencia una serpentina adornando unos símbolos patrios de
bagatela. A diferencia de cualquier país europeo, lo nuestro no es
un enfrentamiento entre dos o cuatro tribus de una misma nación. La
cual ha sido largamente construida bajo unos determinados paradigmas
culturales y epistemológicos. Manteniendo sus variantes y
diferencias lingüísticas, pero construyendo el horizonte vital
sobre una plataforma axiológica semejante. En América, en
particular en las regiones ocupadas por el imperio español, nunca
resolvimos el dilema de las dos repúblicas: la de los indios y la de
los blancos. Sin embrago, allí no está la génesis de lo
plurinacional, pues el nuevo Estado no se funda en las dos
repúblicas, sino en las naciones que estuvieron habitando este país
subterráneamente. Los “nadies”, de los que habla Galeano,
montados sobre un perro comprado.