
La
posibilidad de migrar, en el imaginario más antiguo y legendario de
nuestros pueblos, es casi un sinónimo re-fundar la vida. Uno de los
mitos hebreos más antiguos nos dibuja el perfil de patriarca Abraham
en pos de la tierra que Dios le había prometido. En el mundo
americano poseemos leyendas semejantes con iguales repercusiones.
Tenemos a Manco Capac y Mama Ocllo recorriendo los Andes con una vara
de oro que Dios les había entregado. Su misión era encontrar el
lugar para fundar el imperio de los hijos del Sol.

Estos
hechos nos empujan casi a un ejercicio arqueológico, pero también
nos recuerdan que las cosas no han cambiado mucho hasta nuestros
días. Tanto los Incas como de los Hebreos nos muestran que siempre
hay dos rostros al momento de un desplazamiento. En principio tenemos
un grupo pequeño, incógnito y humilde mirando a un horizonte de
esperanza y caminando hacia él. Pero con los siglos puede suceder
que esa pequeña célula se haya convertido en un organismo grande y
complejo. Entonces su crecimiento empuja físicamente hacia afuera a
aquellos que ahora pueden ser considerados, enemigos, intrusos y
rivales. De ese modo todo comienza de nuevo, vuelven los pasos al
camino, los ojos procuran el lugar de la llegada y el espíritu se
interroga por su morada.
Los
fenómenos migratorios contemporáneos no son muy diferentes. Existen
microrelatos que muchas veces avanzan olvidados. Desplazamientos y
migraciones que se protagonizan en el traspatio de la memoria.
Millones de vidas empujadas no sólo por ejércitos, también por los
cíclopes ciegos de la economía, por los monstruos de la miseria y
los absurdos titanes del desarrollo.