Sobre la pregunta de Dios


Sabemos de antemano que todo cuanto podamos decir de Dios es un pronunciamiento incompleto. Este hecho no se debe a ninguna condición ontológica de imposibilidad comprensiva, pues estaríamos afirmando que todo esfuerzo por entender a Dios nunca supera la mera especulación. Se trata de la historicidad del ser humano como condicionante principal de toda interpretación. Entonces, nuestra compresión, además de ser histórica, se actualiza y argumenta con las preguntas y pretextos de cada tiempo. Puesto que ninguna era humana puede atribuirse el culmen ni la totalidad del ser histórico, nuestra palabra sobre Dios será apenas una parte de las consonantes de un vocabulario inmenso y apasionante.

Precisamente es la pregunta por el ser la que nos arroja hacia la arena de la compresión. Una pregunta que anima la existencia humana desde el principio de su historia. Historia, que a su vez, sólo ha sido tal en el momento en que el pensamiento y la palabra comenzaron a intereactuar con la realidad. Lo humano es posible en la medida en que la pregunta por la existencia se ha convertido en el reactor de la explicación del camino hacia la muerte. Por eso toda interrogación sobre el ser nos traslada a un ámbito más allá de lo físico. A lo largo del tiempo, la tradición filosófica occidental abordó la metafísica con distintos acentos. Su veta más conocida es esa metafísica abocada a desentrañar unas esencias extramundanas. No obstante, ya recuperamos la ontología como una pregunta por los fundamentos de la vida palpable y tangible.

En consecuencia, el transito por la metafísica no es un punto de fuga, sino un esfuerzo por encontrar repuestas que nutran de sentido la historicidad humana. La pregunta por el ser en general repercute directamente sobre las preguntas del ser humano viviendo en este mundo. Dado que la subjetividad humana es el resultado de la propia autocomprensión, toda particularidad individual no acontece por sí misma como venida de la nada; existe una profunda referencia con el ser en general. Se trata de una estructura comprensiva que es parte del hecho mismo de existir. Por ello nuestra atención no está volcada unicamente sobre nosotros mismos, como en una suerte de endofágia conceptual. Para comprendernos también es menester haber distinguido el ser y el ente, y de ese modo habernos hecho sensibles a la comprensión del ser de los entes.

Es así que, cada persona humana es un ente amorosamente dispuesto ante la revelación de Dios. Por tanto, la realidad histórica constituye a lo humano en el ente que debe abrir sus sentidos a la revelación histórica de Dios. De este modo entendemos que la pregunta por el ser, es indefectiblemente una pregunta por la propia existencia y el ser del preguntante; pero tal interrogación acontece en unidad y sintonía con la pregunta por el ser en general. En definitiva, estamos hablando de lo que se llama una experiencia trascendental.

El ser de los entes es “conocer y ser conocido”. El conocimiento no puede ser otra cosa que claridad y luminiscencia sobre la propia comprensión de nuestra existencia. Como hemos dicho, toda pregunta por el ser nos devuelve a la tácita interrogación por el ser en general; cuyo conocimiento precede cualquier conocer sobre la particularidad. Es en este hecho donde se materializa la experiencia trascendental del ser, su luz y resplandor animan el conocimiento y la comprensión.