El ser humano es un ser trascendente. Sin embargo, su trascendencia no es un hecho extramundano ni atemporal. En otras palabras, la capacidad que tenemos de salir de nosotros mismos, no es una operación que suceda fuera de nuestra historia ni al margen de nuestra mortalidad. La religiosidad en la que hemos crecido nos sugiere que debemos vivir una vida moralmente correcta, para que en razón de nuestros buenos actos merezcamos, tras la muerte, habitar en el paraíso celeste. De manera que el acto de trascender pareciera ser una cosa que sucede después de vivir. Está por demás decir que acá no estamos haciendo un ejercicio de comprensión de las creencias, sino deseamos aproximarnos a los argumentos de nuestra existencia.
Trascendemos en razón de ser conscientes de que estamos vivos y ocupamos un lugar en la historia. Infelizmente todavía pensamos que somos una suerte de entidad extraordinaria por encima de todo lo existente. La neurociencia contemporánea sugiere que los humanos no somos los únicos seres vivientes capaces de autoconciencia. Todo indica que basta con poseer un sistema nervioso y un cerebro desarrollado para llevar a cabo tan delicada tarea. Esto desbarata la vieja idea de que el ser humano es el único dotado de razonamiento y capacidad abstractiva. De hecho, si volvemos al ámbito de las creencias, fue este el argumento religioso que dio lugar a la idea de que la humanidad era la especie destinada a gobernar el mundo y explotarlo. Pero asimismo, con ideas semejante se construyó racionalismo y el positivismo lo llevó a sus límites.
Entonces, lo único que nos podría diferenciar de los animales, no es la capacidad de razonar; sino que a raíz de la complejidad de nuestro pensamiento hemos desarrollado la habilidad de trascender. Tal como lo hemos explicado, la trascendencia es la apertura de nuestro espíritu hacia la historia. Es la capacidad de dejar huellas y marcar nuestro curso sobre la arena. Es tomar nuestra mortalidad y asumirla como la posibilidad de existir a pesar de haber terminado nuestra vida. Indudablemente hay muchas maneras de pasar a la historia, equitativamente es posible que se nos recuerde por lo bueno o lo malo. Nuestros documentos de historiografía son elementales a la hora de describir el pasado. Tienen un afecto casi fetichista con los imperios, los militares, los reyes y sus amantes. Pareciera que todo cuanto hemos sido es la sumatoria de conquistas, traiciones, apogeos y decadencias. No obstante, nuestra verdadera marca en la historia no está en una enciclopedia de muertos a caballo y con bayonetas.
Hay un repertorio de signos, señales, palabras y monumentos que conservan lo mejor de nosotros. Mucho antes de cualquier civilización, lejos de la abstracción de cualquier coleccionista de sucesos, en la profundidad de las cuevas se gravaron nuestras primeras huellas. Hemos creído que para salvarnos de la muerte eterna era necesario creer en un Dios que nos enseñe la vida verdadera. Nos han dicho que es indispensable cumplir con lo que ha sido prescrito como bueno y proscrito como malo en cada una de nuestras culturas. Pero todo eso cambia, se re-elabora, se actualiza o sencillamente desaparece. La imagen que tememos de Dios, los pretextos que nos llevan a su paraíso y las categorías con las que vivimos una vida correcta. Sin embargo, esas huellas que hoy en día llamamos arte son las que perforan todas las ficciones y atraviesan el futuro adelantando el fin definitivo.