La muerte posee una fuerza abrumadora, se parece harto a la gravedad; aunque realmente no es mucho lo que sabemos de ninguna. Sin embargo, que no sepamos nada no impide que su fuerza de atracción rija todo cuanto conocemos. Obviamente es mucho más complejo que tener los pies en el piso de este planeta, o conocer la historia de la manzana que golpeó la cabeza Newton a 9,81 metros por segundo. Es el universo entero atraído y repelido por algo. Planetas, estrellas y galaxias están bailando su juego. El más lejano y tiritante punto de luz de una noche oscura también sucumbe a la potencia de esa fuerza. Igualmente, sin excepción, todo cuanto conocemos y estamos por conocer muere. Las flores del jardín, el perro gruñon al que hemos bautizado con cariño “Pichuco”, los padres y los hijos, toda el agua del océano, un sol gigantesco, los alcances de su luz; todo ello “se-está” en la vida para morir.
La muerte, como concepto, es parte de ese extraño repertorio de palabras que usamos para nombrar lo inexplicable. Amor, por ejemplo, es un sentimiento que la intimidad de cada sujeto sabe entender de una manera distinta. Son mariposas en la panza, es un palpitar en el todo el cuerpo, es un temblor mal disimulado; pero también es: un negocio conveniente, un arreglo social, el pretexto de la reproducción o un desbalance químico para sostener a la especie. Fijémonos cuan simplificada puede ser a veces la realidad, pues aquello mismo que decimos del amor lo podemos aplicar perfectamente a la muerte. Al final de cuentas, las posibilidades de explicar algo tiene como única frontera las limitaciones de nuestro lenguaje.
Nuestra comprensión es la que nos permite formular una aproximación de la realidad. Ésta misma es la que ha concebido palabras como Amor, Muerte y Dios. Y Dios, como los dos conceptos anteriores, es una abstracción que nos acerca a algo o alguien que no podemos entender, pero lo sentimos. Es sensible como el amor es sensible, palpable como la gravedad e infinito como la muerte. Sin embargo, dado que es una abstracción, resultado de interpretaciones incompletas, sus alcances conceptuales son finitos y tienden a morir junto con nosotros. Entonces aquello que sabíamos y teníamos por cierto se trasforma, muta, se repiensa y pronuncia con otros argumentos. De modo que se muere de distintas maneras, o como decían antiguamente: “según tiempos, lugares y personas”. Unos mueren para resucitar, otros para reencarnar y no falta quien espera transmigrar. El punto no es cómo se muere, porque se muere siempre igual.
Lo conmovedor es que, detrás de las mismas palabras usadas para entender lo todavía inexplicable, está oculta gran parte de la verdad. No es que se esconda como un secreto que haya que desvelar, simplemente esa es nuestra manera de describir las cosas. Detrás de la gravedad se esconde mucho más que un interés científico. Todas las interrogaciones que nos produce nos remiten al principio de todo. Hay en un lugar del pasado una explosión que ha hecho todo cuanto existe. Fue toda la materia posible expandida para dar lugar cada una de nuestras minúsculas vidas. Como no sabemos qué hubo antes de la pirotecnia fundacional, buscamos en las imágenes de Dios los fragmentos que expliquen el sentido de esta existencia. Pero no podemos descifrar nada, así la muerte se convierte en el único hecho verdaderamente cierto de todo cuanto podemos experimentar. Entonces morimos anticipando el final de todo... y quizás su nuevo nacimiento.