La
historia está desbordada de contradicciones. Cada capítulo de cada
memoria retrata parcialmente un cúmulo de fragmentos escogidos
aleatoriamente o a la sazón de los caprichos. Ser un héroe o un
monstruo, en muchas ocasiones, es sólo cuestión del orden con que
se haya enumerado los hechos que se recuerdan y por quiénes haya
sido elaborado dicho recuento. Lo lamentable es que, en medio de la
polifonía de opiniones, hay unos relatos que pesan más que otros y
son con ellos que se inunda nuestra conciencia y los libros de
historia. Como bien sabemos, esas crónicas las imprimen aquellos que
usufructúan su poder y traducen el dominio y sometimiento sobre los
otros en una creencia.
Canonizar
falsificaciones en una tarea bien antigua practicada por todas las
culturas. Es frecuente pensar que sólo hasta ahora nos hemos visto
envueltos por una cortina que pretende homogeneizar la totalidad de
la experiencia humana. Eso que llamamos globalización fue una tarea
a la que se lanzaron todas las “grandes civilizaciones” en
expansión. De hecho, la ecuación en el orden de la praxis es muy
sencilla, esas complejas estructuras sociales que denominamos
imperios, sólo han existido cuando han impuesto su versión de la
historia sobre los pueblos que han oprimido. Es un ejercicio que se
practica en el ámbito cultural, político, económico y religioso.
La
Biblia, por ejemplo, es una de los casos paradigmáticos de cuanto
afirmamos. Ese texto fue antiguamente un conjunto incontables de
narraciones, relatos y mitos provenientes de distintos pueblos, con
diferentes experiencias de Dios. Leyendas como la del diluvio o la
historia de la creación tienen sus orígenes en memorias muy
antiguas de Sumeria, Babilonia y Egipto. Sería en el tiempo de David
y Salomón cuando el corpus del Pentateuco tomaría gran parte de su
forma actual. Literalmente, en una tarea de artesanos, los escribas
se dieron a la labor de cortar, pegar y recomponer la “Historia de
la Salvación”. Cosa semejante pasó durante la normalización del
Nuevo Testamento. En ambos casos no sólo se trata de una devota
búsqueda de fidelidad, sino también de un ejercicio mediado por el
poder y el control del discurso.
Sin
embargo, si miramos de cerca la propia historia de Jesús, el
carpintero de Nazaret, nos encontramos con uno de esos momentos que
destruyen las acomodaciones convenientes. Sorpresivamente el
predicador itinerante del amor, despertó a todo un pueblo en la
conciencia de su presente y de la necesidad de volver hacerse de
nuevo. Entonces los cánones se derrumbaron y una nueva comprensión
de la voluntad de Dios comenzó a marcar el curso de una nueva época.
En efecto, hay vidas, hay seres humanos, que en sus pequeños relatos
descomponen el mundo conocido. No se trata de falsificadores, ni de
los protagonistas de cuentos apócrifos, sino desbordadas estelas
monumentales que derriban imperios y cambian para siempre la
historia.
Nuestro
tiempo tiene sus propios profetas. Gente que, al igual que el
Resucitado, le cantó al su tiempo y a su gente el himno de la
esperanza. Su memoria, ahora que han partido, nos confirma en la
tarea que nos ha sido delegada: “Nadie
nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o
su religión. La gente tiene que aprender a odiar, y si ellos pueden
aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar, el amor
llega más naturalmente al corazón humano que su contrario”.
“¡Viva la libertad!
El sol nunca ha iluminado un logro humano más glorioso”.
Gracias
Mandela...