Adormecidos por la noche, náufragos en medio de espacios vacíos, hemos conquistado las sombras para decir cuentos sorprendentes. ¿Qué es el símbolo? sino un poco de nuestra propia magia, nuestro obstinado deseo por no conformarnos con lo evidente, una huella remota del soplo del Dios en nuestros corazones. Símbolos: leyendas enfrascadas en millones de desenlaces… fetiches para el tiempo de soledad… excusas para hacer locuras. Lo conmovedor es que hemos perdido el control de nuestras creaciones simbólicas, al extremo de haberles dado vida; caminan al lado nuestro y pueden llevarnos fácilmente hacia la lágrima, al espanto, al gozo o la mismísima muerte. Es muy probable que Dios haga lo mismo con nosotros, tal vez él juega a inventarnos todas las noches, nos sopla y nos deja libres para andar a su lado y contarle historias que le hacen reír… le hacen llorar.
Dicen algunos, que así como el símbolo nos remite al misterio, el signo apuesta por lo conocido, no obstante no hay nada realmente conocido. Si el signo es la señal de lo conocido, lo conocido no es otra cosa que lo cotidiano, y lo cotidiano es aquello a lo que nos hemos acostumbrado. ¿Qué es lo que sabemos de las cosas? Acostumbrarnos a algo es una forma de cancelar nuestras preguntas por el cómo acontece determinada cosa. Por ejemplo: cuando uno ve la letra “a”, sabemos lo que significa y sabemos como usarla, pero olvidamos que sólo se trata de una figura representando un sonido. Pasa exactamente lo mismo con el semáforo y su impertinente lucecita roja, se ha puesto a pensar por qué hay que parar. ¿El signo es conocido para quién? ¿el signo es conocido por cuantos? Es más, se afirma que los signos existen por su misma significación… en realidad todo lo que existe es tangible porque lo hemos nombrado.
Nada explica mejor las cosas que la muerte, sólo por ella las cosas tienen nombre, por ella amamos y nos hemos decido vivir. Es inevitable ser sorprendido por un miedo muy suave justo en el centro de la barriga cuando pensamos en las personas que se han ido; y más aún cuando intentamos descifrar nuestra hora. Todos caeremos dulce y tiernamente a ese misterio bendito con el cual aprenderemos a jugar los finales. Ante semejante certeza es inevitable adornarnos de dudas. El sacrificium, ese hacer santas las cosas por nuestras manos, es nuestro memorial perfecto y modelado para cada ocasión. El sacrificio es nuestra ficción ante lo finito, es nuestro juego serio para escondernos del miedo, porque no es bueno vivir con miedo… ¡nadie debe vivir con miedo! Entablamos una relación, creamos un vínculo, con lo abstruso, recóndito y oculto de nosotros mismos. No importa el tipo de sacrificio, siempre buscamos lo mismo, hablar o reconciliarnos con el misterio, tomarle la mano y confundirnos con su belleza.
Las fiestas forman parte de ese repertorio sacrificial, simbólico y significante. Existen muchas culturas que sólo trabajan para hacer fiesta, pues la vida es para ser celebrada. Se trata de un otro mundo real y paralelo, la fabulosa gruta al infinito de nuestra alma. Espacio grandioso en que el mundo vuelve a ser como era al principio; no hay manzanas ni costillas, apenas un árbol cargado de vino y es el mismísimo Dios quien reparte y sirve las tutumas. El conjuro contra lo cotidiano, nuestra brujería contra las reglas… pero un orden dentro de su propio orden, una estructura que nos aprisiona tanto como las otras, un enigma como todos los que vivimos.