Si la conciencia del mundo,
expresada a través de una determinada estructura lingüística, le
otorga forma y textura a la realidad que concebimos; todo aquel
entramado ejercita sus posibilidades en función a su historia y
geografía. Occidente, como es bien sabido, ha hecho una apuesta por
situar el epicentro de su pensamiento en la tradición griega clásica
y desde ahí enfrentar todas la preguntas que ocurren mientras
transcurre la vida y la muerte. Ya sabemos que ni las preguntas ni
las respuestas son unívocas, ni siquiera dentro de un mismo
paradigma cultural, y aquello amplifica nuestras posibilidades
comprensivas a una dimensión galáctica; hay tantas como las
estrellas en el cielo de la noche más negra.
El mundo americano se sitúa
dentro de ese espectáculo de luces con su particular luminiscencia.
Sin embargo, no es un único fulgor, sino miles de ellos compartiendo
un mismo contexto. Eso lo hace una especie de sistema de galaxias que
tienen forma semejante y modos parecidos de reflejar la luz, pero no
necesariamente iguales. Es sencillo y hasta conveniente referirnos al
mundo y al pensamiento americano prehispánico como “lo indígena”.
Lo cual no hace más que actualizar los daños y agravios contra los
autores de nuestro patrimonio. El genio y la locura, con que cada
pueblo del Abya Yala compuso su existencia y su permanencia en la
historia, queda cancelado con la misma soberbia e ignorancia con la
que un pirata genovés se dispuso conquistarle tesoros a su reina.
Ciertamente “lo indígena” se
parece en demasiadas cosas a la hora de enumerar sus pueblos,
describir sus características y sus formas de vida. Inclusive en los
tremendos contrastes políticos y económicos, que se definieron por
las condiciones ecológicas en las que se desenvolvieron en las
tierras bajas y las tierras altas, las cosas se parecen. Más allá
de la organización, del cómo se aprovechan los recursos o las
técnicas aplicadas para tal fin, el substrato ético-moral atado a
las acciones de lo divino es lo que auspicia todas esas semejanzas.
Son acciones en cuanto lo que es reconocido como Dios no se deposita
y reserva en un espacio destinado a lo religioso.
El mundo en su totalidad es
sagrado, cada parte de ella incluida nuestra humanidad es la
encarnación de Dios. Puede resultar bastante complejo explicar y
comprender que nada de esto justifica o sugiere el rótulo de
panteísmo, pues hay una finura de matices que cancelaría tal
simplificación. En buena medida el fenómeno religioso puede ser
comprendido en función al diálogo con lo divino a través del mito
y el rito. Esta lectura estructuralista nos es bastante útil para
comprender a las culturas en la vivencia de los acontecimientos
extraordinarios. No obstante, la humanidad americana ejercita como un
hecho cotidiano la conversación con lo divino, en cuanto es un
diálogo con el mundo y consigo mismo.
Es aquí cuando se nota que la
pregunta básica para interpretar y comprender el mundo no es el Ser,
sino el Estar. Nuestra manera de transitar la finitud es mediante la
conciencia de sabernos aquí, estando de este modo con los otros y lo
otro, ejercitando relaciones de dependencia. Sin estas relaciones no
hay argumentos para existir. Asimismo Dios existe, como parte de una
comunidad que se-está y se percibe dialogando en sus
contradicciones; sin las cuales tampoco habría necesidad de
comunicarse. Entonces todo es un sacramento que debe confirmarse en
el amor y el dolor. Nosotros mismos somos la oblación en el acto de estar-con-el-mundo.