Todo
esfuerzo comprensivo es mediado por unas preguntas, y todas nuestras
preguntas tienen como punto de partida y llegada la realidad en la
que podemos percibirnos viviendo-muriendo. Dentro de un profuso
universo de sensaciones, nuestra estructura cognoscente es las
relaciones que entabla nuestro cerebro con lo que se encuentra afuera
de él. Aquello que está afuera no es igual
para cada sujeto y no hay sujeto que haya podido aprehender la
totalidad de lo sensible. Si una cultura aprovisiona a los miembros
de una comunidad de pensamientos y sentimientos respecto al mundo,
esta herencia es la base comprensiva de un lugar y los alcances de la
acción humana respecto a ese lugar. Esta geografía del pensamiento
es el punto de anclaje y enraízamiento de las ideas, que transforma
tanto al ser humano como al mundo interactuando con él.
Las
preguntas, estadio germinal de cualquier modo de comprender, son
universales. No obstante, esto no significa que las respuestas gocen
de los mismos alcances. Toda pregunta puede encontrar una infinita
cantidad de rutas para llegar a su resolución. Ahora bien, la
particularidad de cada respuesta demuestra por sí misma su
pertinencia y relevancia, eso coadyuva a ser replicada o descartada
según sea el caso. Por tanto, fácil es caer en la trampa de que
determinadas respuestas son afirmaciones universales o al menos
universalizables. Si vamos adentro del meollo de la dinámica de las
preguntas y las respuestas, descubrimos que las preguntas en sí
mismas son distintas todas la veces, aunque se pronuncien de la misma
manera.
Quizá
se nos pasa por alto que el lenguaje y la escritura son un producto
cultural y una tecnología. Ambas se adaptan históricamente a
nuestra necesidades más básicas de comunicación, pero también
transforman sustantivamente nuestras relaciones con la realidad. El
sentido y el significado de las palabras es mutante y los acuerdos
que socialmente definimos en torno a ellas es lo que construye los
horizontes de comprensión. Puede, en efecto, haber una continuidad
discursiva en torno a determinado tema y éste en su recurrencia se
hace indispensable para pensar y argumentar otros temas. Ese
inusitado protagonismo parece otorgarle vida propia al tema en
cuestión, haciéndose independiente de su contexto, trascendiendo y
transversalizando los procesos interpretativos y la comprensión de
los fenómenos.
Uno
de esos tópicos incrustado en nuestra "lingüisticidad", definiendo
muchas de nuestras respuestas, es la pregunta por el Ser. Su
importancia parece indiscutible para absolutamente cualquier
razonamiento filosófico. Fue precisamente el tema con el que
inaugurarían su aventura los amantes de la sabiduría en la Grecia
Clásica. La pregunta por el Ser y la búsqueda de la verdad han
impregnado un siglo tras otro las apuestas comprensivas del
pensamiento occidental. Su influencia ha sido tan importante que
forma parte indispensable de cualquier nueva interpretación del
mundo. Los hermeneutas nos abrieron paso a una reconsideración de
todo cuanto teníamos por cierto durante el racionalismo y lo
hicieron nada menos que trayéndonos de nuevo la ontología como el
criterio de verdad. Entonces, no son los alcances de la razón
nuestro horizonte, sino las interrogaciones que nos propicia el ser y
nuestro sentido histórico en cuanto humanos. Pero, ¿que pasá si el
Ser no es la pregunta correcta? ¿Tenemos idea de los alcances de
pensar el mundo más allá de esa pregunta?