En
el ámbito del pensamiento solemos mirar el tránsito a la modernidad
como una especie de escisión con la tradición escolástica, cuando
realmente se trata de una consecuencia de su argumentación. La
apuesta por la ciencia como criterio de verdad no es más que esa
constante oscilación pendular entre la teología y filosofía. De
haber puesto como único legitimador de verdad los argumentos de una
tradición religiosa, pasamos a construir un armazón comprensivo que
impone la validación de toda certidumbre en el método científico.
Ese ir y venir, de un lado a otro, es el resumen de 25 siglos de
continuidad cultural hondamente ligada a determinado contexto y
geografía. ¿Cómo podríamos negar que la prosecución del pensamiento parece la continua reiteración del idealismo platónico
y el empirismo aristotélico?
Sin
embargo, aunque parece indiscutible que el genio creativo e
intelectual de occidente estaba entre los griegos, reparamos muy poco
en la herencia de los celtas, los etruscos, los iberos e incluso los
persas. Asimismo se ha dejado para la arqueología y la mitología
todo lo que la Grecia pre-clásica nos legó en función de la
comprensión del mundo, del ser humano y de Dios. Antes de la
filosofía lo que el pueblo realmente apetecía era la sabiduría,
por eso los sofistas tenían un lugar bien merecido en su sociedad. Antes de ellos el gobierno era de los Dioses y en su misterio se albergaba la verdad. Los oráculos fueron el espacio de
socialización y convivió entre los seres humanos y los seres
divinos. Allí la pregunta debía ser resuelta en la paradoja del
enigma, y esto hacía posible que todo mortal se comunicase con lo
inmortal. No hacía falta manejar bien la retórica ni mucho menos la
mayéutica, bastaba con tener una pregunta para conversar con lo
infinito. Platón convertiría todo aquello en las falsificaciones
que nos condenan a la ficción de un resplandor ígneo.
El
positivismo decimoníco hizo algo semejante con su pasado
inmediatamente anterior. La modernidad se tradujo en una suerte de
fundamentalismo cientificista que los propios románticos, crecidos
en aquella época, aborrecieron. A quienes conocemos como los
“maestros de la sospecha” serían una especie de triada idealista
que buscó a toda costa arrancarnos de las ecuaciones y las fórmulas
para devolvernos a las preguntas por lo de adentro, lo del fondo y lo
subterráneo. Nietzsche, Marx y Freud no fueron a matar a ninguna
divinidad ni a destruir las supersticiones, sino nos devolvieron a
las mismas y viejísimas preguntas por Dios, lo Humano y el Mundo. A
su vez la filosofía contemporánea se nutriría de todos los
fracasos de fines del XIX hasta el presente, para volver de nuevo la
mirada sobre el ser y abordarlo desde la experiencia empírica de los
fenómenos.
Para
nosotros, en cuanto americanos, todo esto nos importa no sólo por la
profunda relación con la filosofía y la tradición religiosa
occidental. Somos poseedores de un capital cultural extraordinario,
el cual está archivado en el desván de lo folclórico y mítico. La
academia prefiere repetirse en la argumentación importada y todavía
nos cuesta mirarnos desde nuestras raíces y matrices comprensivas.
Precisamente, el ser conscientes de las notas características de
nuestra comprensión del mundo, puede contribuir a desbaratar los
relatos homogeneizadores y las ideologías impuestas. Esto puede
abrirnos nuevamente a una realidad enriquecida con muchas maneras de
pensar nuestros problemas y resolverlos.