Juan
XXIII se llamaba realmente Ángelo, nació en Italia a finales de
1881. Fue hijo de una familia de campesinos y muy jovencito se marchó
para el seminario. El haber nacido y crecido en la pobreza no lo
convirtió en un oportunista, que buscaba en la vida religiosa una
manera de escalar socialmente. Se dedicó arduamente al trabajo
social y al servicio de los necesitados. Inclusive el hecho de haber
ejercido la máxima autoridad de la Iglesia Cristiana católica, no
cambió su modo de ser y de vivir. Entre muchas anécdotas podemos
mencionar su labor durante la primera guerra mundial, cuando se vio
obligado a posponer sus estudios eclesiásticos, para ir colaborar
como enfermero. Poco tiempo después sobrevino la segunda guerra, y
ya gozaba de un importante cargo eclesiástico, pero él también se
dispuso para la misma labor; salvando la vida de mucha gente.
Fue
precisamente por su sacrificada tarea apostólica, al servicio de los
más pobres e indefensos, que fue promovido para asumir
responsabilidades cada vez mayores en la Iglesia. En 1958 fue ungido
como Papa y fiel a las enseñanzas de Jesús se consagró al servicio
del Evangelio, trabajó por devolverle a la Iglesia su sentido de
comunidad y se propuso renovar el cristianismo en sintonía con los
signos de los tiempos. Este breve fragmento de una de sus encíclicas
nos muestra el talante de este lúcido varón: "Para
remediar de modo eficaz esta decadencia de la vida pública, el Sumo
Pontífice señala como criterios prácticos fundamentales la
reinserción del mundo económico en el orden moral y la
subordinación plena de los intereses individuales y de grupo a los
generales del bien común. Esto exige, en primer lugar, la
reconstrucción del orden social mediante la creación de organismos
intermedios de carácter económico y profesional, no impuestos por
el poder del Estado, sino autónomos; exige, además, que las
autoridades, restableciendo su función, atiendan cuidadosamente al
bien común de todos, y exige, por último, en el plano mundial, la
colaboración mutua y el intercambio frecuente entre las diversas
comunidades políticas para garantizar el bienestar de los pueblos en
el campo económico."
Podría
parecernos el texto de algún economista retratando nuestra época y
la crisis en la que nos vemos viviendo. No obstante se trata de un
documento eclesial, por el cual se conmina al mundo cristiano a
ordenar las relaciones económicas en la perspectiva del Evangelio;
esto es, desde la solidaridad y la justicia. Ahora bien, lo que haría
a Juan XXIII un sinónimo de la acción del Espíritu Santo, fue la
brillante idea de convocar a un Concilio, apenas tres meses después
de asumir su pontificado. Un evento que hasta el día de hoy es
considerado el hecho más importante de la historia de la Iglesia
contemporánea. Si el Edicto de Milán en el 313, significó la
traición al carisma cristiano, al entregar a la Iglesia al poder
político y jerarquizar las relaciones entre los fieles; el Concilio
Vaticano II es el retorno a la construcción de la comunidad y la
corresponsabilidad en la materialización de la Buena Noticia del
Reino de Dios. Este Papa debe ser considerado por nuestra generación
y las generaciones futuras el más resplandeciente signo de la acción
de Dios en nuestra época. Un hombre que entendió a Jesucristo con
el corazón y usó la inteligencia para ponernos en el presente y
trabajar en la construcción del amor. Que ningún “santo papa" farandulero y despótico opaque su maravilloso legado.