¿El fin de la guerra?

Han pasado más de 50 años de conflicto armado en Colombia. Es nada menos que medio siglo en el que un país se ha enfrentado a sí mismo sin conseguir absolutamente nada. Para quienes somos ajenos a la problemática, podemos pecar de simplificar gravemente la realidad. Como en casi toda Latinoamérica, la difícil situación económica de nuestras naciones, marcadas por la injusticia y la desigualdad, y la profunda disputa ideológica entre el capitalismo y el comunismo, dio lugar a unas condiciones que auspiciaron la rebelión. No obstante, lo que ha venido ocurriendo es sólo un episodio más de una muy larga historia de conflicto y guerra interna. Antes del surgimiento de los movimientos armados de izquierda, el país soportó una larga y sangrienta época violencia política. Los liberales y los conservadores organizaron su propia conflagración. Los relatos de lo ocurrido no son demasiado diferentes a lo que todavía pasa hoy.

Los grupos guerrilleros aparecieron poco después del fin de ese conflicto, alentaban una transformación profunda del Estado. Buscaban la distribución equitativa de la tierra y de la riqueza, por eso el campesinado estuvo comprometido con la causa y formó parte de la milicia desde el principio. Sin embargo, Colombia debía soportar varios frentes de autodestrucción y dentro de esta escenografía hay un protagonista principal. El narcotráfico fue el reactor de un verdadero holocausto. Los grandes carteles de la droga habían sometido al país a su ley. Paralelamente, los terratenientes organizaron la contrainsurgencia y formaron grupos paramilitares de autodefensas. La guerra mueve una cantidad ingente de recursos económicos. Para pelear hacen falta balas y fusiles, y la fuente de los recursos no podía ser otra que la cocaína. El narco, los paracos y la guerrilla habían convertido la República Bananera en un NarcoEstado.

El paramilitarismo escribió las paginas más sangrientas que hayamos conocido. Muchos sobrevivientes describen con verdadero pavor las escenas de cuerpos desmembrados con motosierras. La persecución y el desplazamiento fueron la estrategia perfecta para el acaparamiento de tierras. Su legado es una huella de dolor que todavía no cicatriza porque la impunidad y el silencio sigue encubriendo a gente de mucho poder. Por su parte la guerrilla se extravió y se volvió el fin el sí mismo, antes que un medio para el horizonte que soñaban. El secuestro, el reclutamiento de niños, las minas anti-personas, la muerte de inocentes y la migración forzosa, entre muchos otros crímenes, los alejaron del pueblo y los convirtieron en seres detestables. El Estado, gobernado por los mismos desde mucho antes del nacimiento de la república, perdió todas las oportunidades de hacer las cosas de otra manera. La muerte de Galán, el asesinato de los líderes de M-19 después de la Constitución del 91, la extradicción de los jefes paramilitares a EEUU, los falsos positivos y la doctrina de la Seguridad Democrática; son sólo algunos hechos.

Por primera vez, desde comenzado el conflicto, las FARC y el Gobierno se ha sentado a buscar la paz en serio. Como nunca antes, la guerrilla se ha reconocido responsable de las victimas y el Estado ha hecho lo propio. Falta muy poco para concluir las conversaciones y firmar los acuerdos. Quizá estamos a punto de ser testigos del final de esta pesadilla. No obstante, hay gente que vive de la guerra, existe gracias a ella, tiene un nombre y a ella le debe su poder. No será fácil, pero tampoco es imposible.