Los pertenecidos


La historia está atrapada en la conciencia de sus protagonistas, algunas veces esa particularidad se escapa y puede darse el caso de hacerse memoria. Toda memoria es también un recuerdo sostenido por quienes convenientemente recurren al pasado para explicarse en su propio presente. Desde nuestro modo de comprender el orden, es como caminar hacia adelante mirando atrás. El tiempo entonces es una ficción, la cual tiene como único sentido darnos motivos para transitar el espacio que habitamos. El espacio es también una "realidad" cuya única prueba de existencia está en nuestros sentidos. La más diminuta gota de agua escupida por las nubes y aterrizada en nuestras manos, existe porque le hemos nombrado en sus episodios. En otras palabras, la gota en cuanto ella misma nunca supo que es tal, sino es traducida por nuestro pensamiento y descrita para nuestra comunidad histórica.

Mi bisabuela se casó poco antes de la guerra. Nadie nunca me contó como es que conoció a mi bisabuelo, pero presumo que ella tampoco le dijo a nadie cómo sucedieron las cosas. El caso es que poco después que sobrevino la confrontación, él se subió a un tren y no regresó sino dos años y medio después. Las esquirlas de una granada le dejaron una mancha y una cicatriz en la cabeza. La sordera se resolvió parcialmente con un audífono. Todo el resto de su humanidad se mantuvo imperturbable. Mi padre recuerda ciertas tardes de sábado, una botella de whisky y ambos multiplicando las risas, mientras la botella se llenaba de vacío. Es hasta ahí lo que recuerda mi padre, después el caldo de la mañana del domingo reparaba todo menos el olvido. Su resistencia etílica era sólo una de las facetas por la que lo recordaríamos. Durante y después de la guerra la familia creció en tal magnitud que nos enteramos de las proporciones de sus hechos sólo después del entierro.

Mi bisabuela se jugó la vida en el orden del sentido práctico. Tomó unos ahorros que había guardado de una herencia y abrió una tienda de abarrotes. Había que comer y dar de comer a su única hija. El pequeño almacén creció de una manera insospechada, vendía al por mayor y al menudeo, haciendo crecer un pequeño capital en una pequeña fortuna. Compró una casa y cuando el suboficial de artillería retornó, encontró un techo propio donde curar las heridas, una tienda cuyos ingresos le auspiciaron el resto de sus días y una familia que quizás nunca conoció realmente pero la quería. Me cuentan que el año de la inundación del altiplano ella contrató dos camiones y se fue hasta la frontera a recoger la mercadería de los vagones de los trenes varados allí mismo donde comenzaba el agua. Dicen que era la única comerciante que tenía leche en polvo importada, té inglés, chocolates y fideo argentino. Fueron esas pequeñas oportunidades lo que le permitió una vejez tranquila. No oí que haya odiado a alguien y supe que había perdonado todo y a todos.

Se murió como mueren los santos, dormida. Se fue muchos años después de la muerte del abuelo. Fue a la primera persona que conocí en vida y que pude abrazar y besar de muerta. El más ultimo de todos los besos y los abrazos que le había dado. Es todo cuanto poseo de toda una vida, pequeños fragmentos que se confunden con mis propias memorias. Imagino que las vidas de todo el mundo suceden con la misma complicidad de las vidas del pasado. Anónimas y anónimos que pueden ser recordados porque hay unas marcas que se estiran sobre la tierra. Igual que mi tía abuela guerrillera, tal como el abuelo ingeniero o la hermana de mamá, robada por un cáncer; todas las vidas en su largura y extensión suman otras vidas explicando cada mañana sin presente.