Trópicos y pigmentos


La pigmentación de nuestra piel es un fenómeno profundamente ligado a la evolución. Cuando los sapiens empezaron a peregrinar la geografía de África, no tardaron mucho en encontrarse con sus márgenes. De esta manera, se aventuraron a transitar el medio Oriente, la India y el sudoeste asiático. Esos pequeños grupos y clanes itinerantes no se amilanaron ante la grandeza e infinitud del mar y algunos fueron a ver que había allí donde no se veía más que cielo y agua. Fue así como conquistaron Australia. Todas estas cosas ocurrieron hasta hace unos 100 mil años. Muchos miles de años después, empezaron a caminar hacia el norte. Un territorio inhóspito gobernado por el hielo. Por primera vez el ser humano abandonaría por completo el clima de sus natales trópicos y se adentraría en un mundo completamente distinto.

En aquella época vivíamos en plena glaciación, por tanto gran parte del hemisferio norte estaba cubierto de hielo. Es así que el tránsito hacia esta región supuso un grave trastorno para nuestra humanidad, concretamente para la fisonomía. Lo que distingue a los trópicos del resto de la tierra emergida es el hecho de que esta zona recibe, más o menos, la misma intensidad de radiación solar los 365 días del año. Por una convención se ha definido que los trópicos se hallan entre el paralelo de Cáncer y el de Capricornio, pero está demostrado que se pueden extender más allá de ese límite. Lo que caracteriza a estas zonas es que en ellas no hay estaciones marcadas. Su posición geográfica les permite gozar de mucha luz y mucha lluvia, por tanto son lugares inmejorables para la agricultura.

Cuando se comenzaron a ocupar las estepas asiáticas y más tarde la geografía europea, los descendientes de esos primeros caminantes africanos se fueron haciendo distintos. Nuestra pigmentación al inicio de esta historia era sin excepción oscura. En otras palabras, las madres y los padres de la humanidad conocida eran negras y negros. Ese tono de piel respondía perfectamente al lugar en el que vivíamos, pero al abandonar el trópico los cuerpos experimentaron serios problemas. La piel oscura no es buena buena absorbiendo vitamina D, la cual se recibe de la radiación solar. Esto generó deformaciones oseas, lo que a la postre significaría la inviabilidad de la especie. Sin embargo, los especímenes de piel más clara se adaptaron mejor al cambio, de ese modo los tonos se fueron aclarando y los huesos recuperaron su dureza.

Las características de los ojos son otro rasgo definitivo de este proceso. Los colores del iris se deben a la melanina, la cual también determina el color de piel. Por otra parte, por el hecho de vivir en medio de la nieve, el pliegue del epicanto parece ser una mutación que contribuyó a preservar la vista de la ceguera. Existen otras miles de variables que hay que estudiar. Tamaños y formas de narices, determinadas estructuras óseas e incluso las diferencias en nuestras huellas dactilares hablan de nuestro pasado de caminantes. Las diminutas líneas de nuestros dedos son marcadores genéticos que nos ayudan a reconocer si en nuestra ascendía predominan genes africanos, asiáticos o caucásicos. Todos estos cambios le han permitido a la humanidad existir con éxito en este planeta. El estudio a fondo de nuestra diversidad genética ha demostrado que no existen razas entre nosotros. El color de la piel es sólo un rasgo más con el que nuestros genes se expresan. Cualquier otra lectura no es más que RACISMO.