La ciudad no conoce la tierra y
desprecia el olor a bosta. La ciudad y todas las extensiones
constructoras de su realidad describen un escenario desde su contexto
y para su contexto. Los medios de comunicación sólo comunican lo
que se quiere oír al gusto de la gente de la urbes. Sus calles y
avenidas sirven para transitar el camino que le permite a las
personas ir de su casa a su trabajo. Los trabajos son realmente
ficciones creadas al capricho de unas necesidades igual de inventadas
que no sirven para nada. Hay cosas tan inútiles para la existencia
de la vida y sin embargo tienen nombres supremamente distinguidos:
“publicista”, “teólogo” o “diseñador”. Los citadinos
creen que el trabajo que hacen es un trabajo verdadero cuando
realmente sólo están desperdiciando el oxigeno que consumen y
malgastando sus días en este planeta. Las abejas trabajan, las
hormigas trabajan, el campesino trabaja; la gente de la ciudad se
burla del mundo y creer que eso esta bien. La ciudad no entiende ni
quiere entender al campesino.
Lo que llamamos democracia tiene
sus orígenes en una forma de organización social que los griegos
desarrollaron entre otras muchas posibles. Ellos mismos no eran un
pueblo unificado, sino muchos reunidos por una misma lengua y
tradición. Se suele decir, como si fuera un mandamiento divino, que
la peor democracia es preferible a la mejor de las dictaduras; pero
nadie de nosotros entiende ni pone en práctica el sentido lato de lo
que el concepto esta diciendo. Por eso, en los hechos, la democracia
es una forma maquillada de monarquía. La idea une dos palabras:
demos,
que es pueblo y cratos
que es poder. No obstante, es una mentira absoluta y consentida que
ejerzamos el poder como pueblo. Se lo delegamos a alguien porque así
es más cómodo y de esa manera podemos ocuparnos de nuestras vidas;
mientras alguien se encarga de sostener la ilusión del Estado. De
esa manera podemos tener patria, y cantar un himno y emocionarnos
cuando flamea una bandera. Si el poder ha sido delegado a alguien que
no sea el pueblo mismo, eso es una mónos-arjéin
(monarquía). Realmente sólo uno es el que manda y gobierna. Pero
para creernos el cuento de la democracia hemos organizado a las
instituciones circundantes al poder como objetos de control público,
para evitar que ese poder nos violente.
Como la democracia es una mentira
conveniente a las mentiras con las que vivimos en las ciudades, nos
resulta escandaloso que en el campo la gente tome decisiones como
comunidad. Ahí no hay individuo, tal cosa es una perversión y una
terrible realidad. El individuo sólo destruye la posibilidad de ser
un cuerpo. En la comunidad los temas más triviales se toman en
consenso. La reunión se alarga horas y la gente habla y habla de lo
mismo hasta el hastío y finalmente debe pronunciarse en conformidad.
“Hay acuerdo o no hay acuerdo compañeros” dice quien preside y
si el acuerdo se ha logrado entonces la reunión termina y se ejecuta
lo convenido. Así se vive en el campo y así se llevan a cabo las
decisiones. Es una cuestión de sentido común, siendo un grupo
humano más pequeño y más disperso, el bien y el mal se sienten más
profundo. Los errores que se puedan cometer podrían significar el
final de la comunidad y sin comunidad no hay vida. Así mismo sucede
en lo político. Ser parte de la democracia también supone una
decisión como comunidad. El voto es orgánico y se ha llegado a un
acuerdo sobre el mismo. Un chicotazo te recuerda que eres parte de un
cuerpo y éste se respeta.