Periódico Página Siete |
Un periódico de la prensa
nacional ha publicado la entrevista a un presbítero católico quien
afirma que realiza exorcismos. El padre Waldo Humberto Riveros, el
“exorcista boliviano”, además del don de comunicarse con los
espíritus que atormentan el alma humana, es rector del seminario San
Jerónimo. En otras palabras, está a cargo de la formación de los
jóvenes candidatos a ser párrocos y ministros de las iglesias de su
diócesis. En la simpática nota Riveros nos cuenta los inicios de su
particular vocación. Su interés comenzó muy temprano en su
formación religiosa, luego de traducir un ritual de exorcismos que
estaba en latín, continuó estudiando los fenómenos paranormales.
Comenta que el exorcismo aún es una práctica requerida en la
Iglesia y que hace poco la santa sede le ha dado reconocimiento a una
asociación internacional de exorcistas. Dando muestras de su
“sólida” preparación explica que las cosas no son como lo
muestran las películas y no hay que dejarse engañar por los hechos.
Una cosa son los problemas psicológicos y otra cosa muy distinta la
procesión de algún espíritu maligno.
La candidez con la que se
presenta la nota es equivalente a la ingenuidad del cura y
probablemente también proporcional a nuestra ignorancia.
Honestamente es poco menos que patético ofrecerle a la gente
información que tiene que ver con una práctica medieval, pero es
aún más preocupante que algunos ministros de la Iglesia olvidan el
centro y lo crucial de la Buena Nueva anunciada por Jesucristo.
Ciertamente en la Biblia podemos leer varios relatos sobre
posesiones, la participación del diablo en hechos de la vida e
incluso capítulos en los que el propio Jesús aparece expulsando
demonios del cuerpo de la gente. No obstante, la exégesis y la
interpretación hermenéutica nos han dado las herramientas adecuadas
para comprender el significado de estos pasajes bíblicos. La
representación de la maldad por un ser que habita el inframundo es
bastante recurrente en todas las culturas. El propio Riveros menciona
y recuerda que antes del cristianismo la religión prehispánica
reconocía espíritus interactuando con la realidad y sacerdotes a
cargo de la tarea de intermediación.
Personificar el mal es un recurso
cultural para entender hechos que parecen inexplicables. Cosas que
van, desde una rara enfermedad a un problema psiquiátrico; rachas de
mala suerte y condiciones adversas en el ámbito socio-económico. La
manera de luchar contra el mal es aliarnos con el bien, y Dios es la
antítesis de ese imaginario maligno. La fe es el principio que anima
esta dialéctica. Dios expresa el orden moral, social y religioso,
mientras que el diablo es como la bacteria contaminante que daña el
estado de bienestar. Es comprensible que en el siglo XII la gente
crea que un daño en psiquis sea una posesión diabólica, pero
seguir creyendo lo mismo en el siglo XXI es espantoso. El gran salto
que dio la teología cristiana después del Concilio Vaticano II fue
justamente abandonar la explicación escolástica de la fe y dejar
atrás esa religiosidad medieval. Entonces la Iglesia le puso su
verdadero nombre y rostro al mal. El diablo es la injusticia social,
el mal es en esencia la falta de caridad y el infierno es un mundo
gobernado por el egoísmo. De eso nos quiere exorcizar el Cristo,
porque el Reino de Dios es un lugar donde la gente se ama la una a la
otra. El amor es la materialización de la redención. ¡Qué triste
que perdamos de vista esto para seguir hablando de espíritus!