La Libertad no existe

Nunca sabremos en qué consiste realmente ser libres, pero si tenemos desarrollada con bastante claridad aquello que no es libertad. Esa imagen viene patrocinada por otras construcciones igual de complejas. El concepto que hayamos elaborado del bien y la justicia son capitales para describir la libertad. Paralelamente es imprescindible tener unos límites en los cuales podamos enmarcar nuestro albedrío. De ese modo toda libertad es intrínsecamente una forma de barrera que nos limita la posibilidad de ser cómplices de la injusticia y el mal. Entonces llamamos libertad a algo que en los hechos también es una cancelación de todas las posibilidades que mi humanidad me permite. Ser libre es básicamente no ser esclavo, por tanto no tener a alguien que me diga lo que tengo que hacer, o que me obligue a hacer cosas que yo no quiero hacer. Por tanto, si no tengo quien me mande, yo mismo debo ser el censor de mis actos en el ejercicio de mi autodeterminación. En otras palabras, no puedo ser libre a costa de menoscabar la voluntad de los que me rodean.

Todo esto nos empuja a entender en profundidad la relación de los actos culturales, las convenciones y los acuerdos sociales. La palabra esclavo está fuertemente cargada de imágenes repletas de dolor y martirio y son éstas las que tomamos para describir el modo en que se puede ser libre. Dos brazos fuertes rompiendo cadenas, un pueblo marchando y poniendo el pecho frente a las armas de opresor, una sociedad de iguales donde las clases se han suprimido para reinventar la utopía. Pero nada de eso es realmente la libertad, sino el modo en que dejamos de ser esclavos; o mejor dicho, la manera en que subvertiremos un determinado estado de la organización social con sus respectivas expresiones culturales. Cuando hemos vivido sometidos a una tiranía, las relaciones humanas se han acomodado violentamente en una nueva economía del poder. No se menoscaban los derechos de un un grupo en beneficio de otro por el mero placer, es el control del poder lo que está en juego. Aquí viene pues la terrible paradoja, aunque la idea de libertad parece navegar de modo innato en la conciencia de los seres humanos, el hambre de poder nos tiene sometidos a todos sin excepción.

Creemos en la libertad porque el poder causa demasiado dolor. Sin embargo, todo lo que decimos de la libertad es solamente una metáfora. Suponemos que nos merecemos el derecho a decidir cuando realmente estamos privados de pronunciarnos en contra de las cosas más elementales. Puedo decir que no quiero nacer y aventurarme al suicidio con la desdicha de haber vivido, como puedo refunfuñar gritando al horizonte que no quiero morir y ver acabarse los días que me tocan sin derecho a prórroga. Nuestros cuerpos, nuestra mente, nuestras células y sus átomos, todo lo que somos obedece a leyes y somos esclavos de ellas nos guste o no. La geografía en la que crecemos, la extraña forma en que nuestra lengua pronuncia la realidad, los sabores que nuestras bocas han aprendido a degustar, la insólita forma que tenemos para juntar nuestros sexos; todo eso parece parte del repertorio de cosas elegidas por nosotros, cuando resulta que no son más que marcas de nacimiento. En síntesis, cuando decimos que queremos ser libres no estamos reclamando la posibilidad de decidir, sino estamos exigiendo unas nuevas relaciones de poder. Desgraciadamente la transformación histórica de estas relaciones repite ciclos. Entonces la libertad volverá ser un buen pretexto para volver a empezar.